Esa vieja irresponsable.
Que pasa sus días sordos.
Con golpes mudos.
Que observa desde la opacidad
de su aburrimiento...
Y hace de ello entretenimiento.
Esa vieja ilusoria que flota
fantasmal. Que anega la estancia
íntima. Y se hace persona que la
habita. Y aparece en el mutismo.
Entre él... como una estrella oscura:
un agujero negro. Absorbente.
Devoradora. Acaparadora.
Escondida. Inexistente.
Ahora que estoy inspirado la oigo...
callar. Enmudecer. Observar bajo
un golpe mudo, apocado, solapado.
Triste. ¿Y qué más da?, me pregunto.
Y me pregunto si ella se pregunta
lo mismo. O ignora, a la vez que calla.
O sufre, a la vez que finge.
O disimula... como todos.
Por no poder o no saber que puede.
O no querer saber... que puede.
Lo tiene claro. Claro, que no puede.
Que no quiere. Que no sabe.
Ve el sufrimiento. El suyo. El de otros.
(Es el mismo, ¿qué más da?). Desde el ocaso...
de su vida. Como si le diera igual
sufrir o que otros sufran.
Porque al final el sufrimiento es de quien
se acoge a él. Y lo sabe.
Esa vieja idea lo sabe. Y no puede quitarlo del mundo.
Ni de otros siquiera.
Y mientras una laguna de ignorancia.
De algo turbio. Sin aclarar.
Incomunicado. Cae sobre mi persona.
Creando un espacio demasiado grande
para saltar al otro lado...
Otros ignorantes, ignorados...
Saben que saben.
No saben que no saben.