Nepantla.
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No fue por gusto que salimos del rancho de Axochiapan. Salimos porque tuvimos que hacerlo. Y nos fuimos a San Miguel Nepantla, donde, según promesa de los tíos de mi papá, don Nicolás y doña Filemona, ya había trabajo seguro en otro rancho, uno de los que poseían los Echeverría.
Apenas llegando, nos dimos cuenta de lo diferente que eran las cosas en ese lugar. Para empezar, nos alojamos en una galera que estaba destinada a los trabajadores. Una galera en la que no pudimos dormir por el intenso frío que hace, porque la ropa que llevábamos no era apropiada para ese tipo de clima y porque, de por sí, la galera era muy fría. Nosotros estábamos acostumbrados al calor intenso. Y llegamos a un lugar por demás frío.
Así que, al siguiente día, mi hermano Beto y yo nos dimos a la tarea de buscar mejores condiciones para la familia. Y lo que hicimos, fue buscar la forma de entrar a la “casa grande”, la casa de los patrones. Trepamos por los cedros que rodeaban la casa y encontramos una ventana abierta, por la que nos introdujimos y abrimos las puertas, de manera que a la siguiente noche ya estábamos todos durmiendo en la casa de los patrones, entre edredones de pluma de ganso y sobre unas camas amplísimas y comodísimas como nunca las había visto y como no imaginé que existirían.
Mi mamá estaba muy preocupada porque mi hermano Mario “mojaba” la cama. Se orinaba en la noche, pues, mientras dormía. Al habernos introducido subrepticiamente, ¿cómo íbamos a justificar que la cama de los patrones estuviera orinada? Pero nada de esto sucedió. Parece ser que mi hermanito se orinaba porque le daba frío. Pero no en esas camas tan mullidas y tan calientitas. Ahí no pasó nada. No se orinó. Y mi mamá estaba rebosante de contenta porque el “chiquito” de la familia ya no orinaba la cama.
Porque, cuando vivíamos en Lagunillas, había utilizado más de un “método” para intentar curarle ese malestar. Uno de ellos consistía en obligar al chamaco meón, a ir a “vender una piedra”. Se le buscaba una piedra, que podía ser cualquiera o la del molcajete, y el chamaco iba a otra casa a “venderla”. Eso era muy vergonzoso porque todos sabían de qué se trataba la famosa venta.
Cuando le tocó a mi hermano, fue con nuestra vecina dona Yola y le preguntó si no le compraba la piedra. “¡No compro nada, cochino!”, había sido su respuesta, a manera de juego y entre risas. Pero ya mi hermano lo había hecho; había logrado su cometido. Creo que la justificación de ese método, era la vergüenza que te hacían pasar. Sólo así se explica por qué los mayores esperaban que funcionara.
Pero el diablo, que nunca duerme, y el tío Nico, que parece que tampoco dormía, se enteró de que habíamos invadido la casa de los patrones y se apersonó al otro día en la casa que cuidábamos y le puso una tremenda reprimenda a mi papá, ya que él lo había recomendado con “sus patrones”, de tal suerte que no iba a permitir que lo hiciéramos quedar mal. Y nos prohibió terminantemente volver a entrar a esa casa, la de sus patrones, so pena de corrernos con todos nuestros tiliches, a “echar pulgas a otro lado”, según la frase que recuerdo que utilizó. Mi mamá fue a ver a la tía Fili y le explicó por qué lo habíamos hecho. Y en la noche llegó la señora -que Dios la tenga en su Santa Gloria-, con un montón de cobijas. Y nos las regaló. Buenas cobijas. No eran edredones de pluma de ganso, pero eran cobijas apropiadas para ese tipo de clima. Así que, aunque ya no volvimos a entrar a la casa grande, cuando menos, no volvimos a padecer frío como la primera noche que llegamos.
Mis hermanos volvieron a la escuela. Y yo, que sólo había asistido de “oyente” en Axochiapan, volví, otra vez, de “oyente”. Los otros niños ya estaban muy adelantados: ya sabían leer, escribir y “hacer cuentas”. Y yo sólo los veía y no entendía nada. La maestra solicitaba algo y todos lo hacían. Terminaban, le llevaban sus trabajos y la maestra les ponía una anotación en sus cuadernos, que los hacía muy felices. Decían ellos que era un diez. “¡Me saqué diez, me saqué diez! ¿Qué sacaste tú?”, me decían. Y yo no sabía qué contestar, porque no había hecho nada y porque no había entendido qué había pedido la maestra.
Y tampoco lograba entender cómo es que los demás chamacos sabían tanto. Y yo, nada. Y, para colmo, no me daba tiempo de terminar mis tareas -varias planas-, porque la tía Francisca “Chica”, hija de doña Fili y prima de mi papá, apagaba las luces a las ocho de la noche. Y no preguntaba ni le importaba nada. Religiosamente apagaba las luces a las ocho de la noche.
Pero no todo fue malo en Nepantla. Fue ahí donde conocí a mi segundo gran amor: Ernestina. Estaba casada con Jorge, que era familiar lejano del tío Nico, o algo así. Eran un matrimonio joven, pues ella tenía alrededor de dieciocho años. Y él, no más de veinte. Pero desde que la vi, quedé perdidamente enamorado de ella. Y decidí que iba a quitársela a Jorge, para casarme con ella. Pero, como ya tenía seis años, ya no me quedé callado, como cuando tenía cinco. ¡No señor, no volvería a perder al amor de mi vida sin luchar! Así que, sin más, fui y le comuniqué mis intenciones de matrimonio.
Ella era bonita como un sueño. Pero, en honor a la verdad, he de reconocer que Jorge no era feo. Pero, aun así, ella se sintió halagada con mi propuesta. Primero se mostró sorprendida y abrió mucho sus hermosos ojos color almendra. Pero luego, una amplia sonrisa iluminó su rostro de ángel y me dijo que sí, que aceptaba mi propuesta de matrimonio, siempre que yo quisiera esperar a tener la edad suficiente para hacerlo y que no me fuera a arrepentir llegado el momento. ¿Cómo arrepentirme de algo que estaba deseando con toda mi alma?
Lo que más me decidió, fue enterarme de que Jorge le daba “mala vida”, según decía mi mamá. Le pegaba. ¿Cómo era posible que alguien se atreviera a ponerle la mano encima a una mujer tan bella como Ernestina? Tendría que estar mal de sus facultades mentales. Nada de esto pasaría cuando ella estuviera casada conmigo. Yo le daría la vida que ella se merecía: una vida de princesa. Sólo hacía falta esperar unos cuantos años: quizá unos diez o doce. Nada que no pudiera hacer. Por su amor, yo estaba dispuesto a esperar toda la vida, cuanto más doce años. Y formalizamos nuestra relación, según yo. Tanto, que hasta se los comuniqué a mis papás. Y al propio Jorge, a quien sólo le dio risa y me dijo que estaba bien, que permitiría que Ernestina fuera mi novia. Y cuando yo llegaba a su casa, le decía: “ándale Ernestina, atiende a tu novio, que ya llegó”. Ernestina…Ernestina.
¡Cómo la amaba! Y hasta el nombre lo tenía bonito. ¡Ah, cómo fui feliz con mi primera “novia”! Todo el mundo lo sabía y lo aceptaba. Hasta el propio tío Nico, siempre tan gruñón, parecía feliz y decía que hacíamos bonita pareja.
Los martes por la noche eran de ensayo. El tío Juan, otro de los hijos de don Nico, tenía un grupo musical. “Interrogación Musical” se llamaba su conjunto. Él tocaba los teclados y cantaba. Y Jorge, mi buen amigo, tocaba la guitarra y hacía segunda voz. Era una delicia escucharlos tocar. La primera vez que los vi ensayar, estaban tocando “Amor sincero”, de Rigo Tovar. Yo no entendía cómo es que no estaban tocando y produciendo discos para las grandes marcas, pues tocaban muy bien.
Excelentemente bien. Ya hasta me caía bien Jorge, pues.
Pero, como digo, el diablo nunca duerme. Y sucedió que una noche andábamos jugando a “las escondidas”, un juego que consiste en que alguien avienta un bote vacío, de refresco o de cualquier otra bebida, lo más lejos que pueda, a fin de que el jugador que haya sido designado como ”buscador”, vaya a recogerlo a toda carrera, mientras que los demás jugadores corren a esconderse en dirección contraria. Una vez que el buscador tiene el bote en su poder, procede a buscar a los demás, que ya están escondidos. Cuando encuentra al primero, grita “¡un, dos, tres por (aquí va el nombre del jugador que haya sido encontrado)!”.
Si se trata, efectivamente, de tal persona, todos los demás jugadores salen de sus escondites y el que fue encontrado es, ahora, el buscador. El que fue buscador en la ronda pasada, es ahora el encargado de lanzar el bote. Y vuelta a empezar. Pero si el buscador se equivocó y nombró a alguno de los jugadores suponiendo que se trataba de otro, o sea, que lo haya confundido con otro, éste debe gritar “¡equivocación!”, después de lo cual, los demás jugadores salen de sus escondites también, pero el buscador que se equivocó, vuelve a ser buscador hasta que logre encontrar a otro jugador sin equivocarse; sin confundirlo con otro. El grupo era bastante nutrido, ya que participaban mis hermanos y mis primos.
Y quiso la suerte, que es caprichosa, que yo me fuera a esconder en la puerta de la casa donde vivían Jorge y Ernestina. Y cuál sería mi sorpresa cuando empecé a escuchar, del otro lado de la puerta donde estaba escondido, que Jorge estaba diciéndole a mi amada Ernestina: “déjate…déjate…déjate”. No quise ni imaginar lo que estarían haciendo, pero fui con mi hermano Beto, que es cuatro años mayor que yo, quien se había convertido en mi consejero y a quien acudía siempre que tenía alguna duda sobre cualquier cosa, a contarle lo que había escuchado y, al mismo tiempo, a preguntarle qué estaría sucediendo adentro de la casa de mi novia, con la esperanza de que me dijera que, posiblemente le estaba haciendo alguna curación.
O quizá se tratara de algún juego; algo que resultara inocuo. Pero lo que resultó fue inicuo, porque mi hermano no tuvo la menor consideración conmigo ni con mi corazón de enamorado. Simplemente dijo: “se la está cogiendo, güey”. Con lo que acabó con mis ilusiones y con mis planes matrimoniales. Decidí que ya no quería nada con Ernestina y con ninguna otra mujer. Estaba decepcionado del género femenino, pues.
Recuerdo que mi papá protestó ante el tío Nico porque la paga era muy baja y no alcanzaba ni para cubrir las necesidades más básicas de la familia. El tío dijo que nos teníamos que aguantar si mi papá quería conservar el trabajo, pues él no podía pedirle un incremento a la patrona, por el poco tiempo que llevaba trabajando. Y es que la casa que nos tocó cuidar, era de la hija de don Luis Echeverría, una tal “Chiquis”, de quien yo nunca supe su nombre de pila. Esta señora sólo llegaba a descansar los fines de semana. Mi papá se armó de valor y le pidió un aumento, apenas la vio llegar. Dijo la Chiquis que no podía acceder a su petición, pero que, en compensación, nos iba a cambiar la galera por una casa y, además, iba a permitir que cosecháramos todo el aguacate que produjera la finca y que lo fuéramos a vender al mercado de Tepetlixpa o de Amecameca. Fue a lo más que accedió. Y fue bueno, porque era mucho el aguacate que se cosechaba, además de que la casa que nos asignó era bastante cómoda y amplia, con jardines llenos de rosales, durazneros, manzaneros y hasta una alberca llena de pececitos de colores, justo enfrente de la puerta de la casa.
Pero esto fue motivo de que el tío Nico montara en cólera, ya que mi papá se había pasado su autoridad por el arco del triunfo. Malagradecido y mal educado, decía el tío. ¿Cómo se había atrevido a desobedecer sus órdenes? ¡Una orden directa de él, el contacto directo con los Echeverría! No sólo lo había desobedecido y lo había hecho quedar mal, sino, además, se había atrevido a molestar a la patrona, cuando lo único que ella buscaba, era descanso. Sinvergüenzas, flojos y baquetones, fueron los calificativos con que nos distinguió el tío. Sin embargo, la tía Fili dijo que no le hiciéramos caso al “viejito loco”, que cosecháramos el aguacate como nos había autorizado la Chiquis y que ella misma nos iba a llevar al mercado de Tepetlixpa, a venderlo con unas puesteras que ella conocía y a quienes les vendía el aguacate que ella cosechaba, ya desde hacía varios años.
Así se hizo. Y fue mi mamá, la encargada de ir a vender el aguacate. Pero, aunque el producto era de muy buena calidad, había demasiado en el mercado, por lo que no tenía “precio”; estaba demasiado barato. No era negocio, decía mi mamá. Y, a la par de esto, iba creciendo el resentimiento que sentía hacia el tío Nico. Y es que, según ella, el trabajo que nos había asignado, no era el que nos había ofrecido originalmente. Era otro, mucho mejor pagado, que le había asignado, finalmente, a uno de sus hijos, el tío Félix, sólo por egoísta, ya que este señor no tenía necesidad de tal trabajo, pues en Lagunillas tenía varias parcelas de caña azucarera que le producían buen dinero. Lo habían hecho así, sólo por “chingar”, repetía mi mamá a cualquier persona que quisiera escucharla.
Y, para colmo, en una ocasión en que llegamos a la casa, mi hermano Beto, al intentar abrir la puerta principal, se le cayeron las llaves a la alberca. Se metió, tratando de recuperarlas, pero no lo logró, ya que, además de helada, el agua estaba bastante turbia. Así que, a mi papá no le quedó más remedio que vaciar la alberca, con lo que se logró recuperar las llaves, pero, en cambio, se murieron todos los pececitos de colores, aunque intentamos salvarlos. Nuevo motivo de discordia con don Nico, quien cada vez se convencía más de que no se había equivocado con los calificativos despectivos que había utilizado para describir a mi familia en general y, particularmente, a mi papá. Y nuevo motivo de resentimiento de mi mamá, quien no lograba entender cómo don Nico, siendo tío carnal de mi papá, nos tratara de forma tan poco comedida, mientras que doña Fili, quien sólo era tía política, era quien más nos había ayudado. Porque tú no esperas que tu “propia sangre” te trate mal, decía mi mamá.
Y nuevo motivo de discordia entre mis papás, quienes ya no encontraban la salida y ya no aguantaban las reprimendas del tío Nico, cada vez más agrias y cada vez más frecuentes. Hasta que decidieron que esa no era la vida que queríamos y que nos regresábamos a Axochiapan. Sin embargo, no pudimos hacerlo porque don Florentino, durante el año, poco más o menos, que nos fuimos a vivir a Nepantla, puso el rancho en venta. Y ya estaba en tratos con alguien que estaba interesado en comprárselo. Empero, dijo que en Lagunillas tenía mucho trabajo y que, si queríamos, nos fuéramos para allá, porque en Lagunillas “se barre el dinero con escoba”, había dicho.
Dicho y hecho. Cargamos con nuestras escasas pertenencias y, de regreso a Lagunillas. Para ese entonces, yo ya tenía siete años. Y seguía sin ir a la primaria. Pero, ya habría tiempo para eso. Y más: demostrar mi capacidad, la misma que no había tenido forma de mostrar.