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No inicié mi vida sexual como lo hacían muchos de los muchachos del pueblo: con prostitutas. Como el caso de “El Calaca”, un muchacho más o menos de mi edad, de quien no recuerdo su nombre. Él se inició en un negocio de una señora del pueblo, a quien todos conocían con el sobrenombre de “La Cojoya”. Esta señora era la “madrota” principal del pueblo. Todo mundo lo sabía. Y todos sabían que las mejores “viejas” -léase, prostitutas-, trabajaban para ella. Pues este muchacho, desde muy temprana edad, empezó a trabajar en el negocio de esta señora: se encargaba de hacerles “mandados” a las muchachas. Era el “traidor” de “La Cojoya” (tráeme esto, tráeme aquéllo, etc.) Y es así, que esta señora lo inició cuando tenía como trece años. Yo lo sé porque, en una ocasión, le propuso a mi papá que me mandara con sus muchachas para iniciarme en mi vida sexual. Prometía no sólo no cobrar nada, sino, incluso, poner a mi disposición a la mejor de sus muchachas, recién bañadita, para que yo la agarrara limpiecita, antes de que empezara a trabajar.
Recuerdo que dijo: -Hasta va a ir rechinando cuando se la vaya metiendo, de lo limpia que va a estar mi muchacha. Así que no te preocupes: tú sólo mándamelo y yo te lo regreso convertido en un hombre, así como le hice con “El Calaca”.-
En el pueblo corría la versión de lo que sucedió durante el inicio de este muchacho, lo que servía de guasa y de escarnio para él. Se decía que cuando estaba teniendo su primera relación sexual con una de las muchachas de “La Cojoya”, al sentir su orgasmo, mismo que no sabía lo que era, se espantó y empezó a gritar: -“¡me meo, me meo!”- A lo que la prostituta contestó: -“méate adentro, pendejo.”- Así que El Calaca tenía que soportar que, cuando lo encontraban en la calle, le gritaran: -“¡me meo, me meo!”- A lo que él contestaba: -“¡las patas!”, en alusión a que quien lo molestaba tenía vagina en lugar de pene, por eso se meaba las patas al orinar.
Pero mi papá nunca aceptó este tipo de proposiciones y nunca nos llevó a “iniciarnos”, dejando que fuera el llamado de la naturaleza quien se encargara de esos menesteres.
Así que no me enamoré, como temía Neta, pero, efectivamente, la gente del pueblo, para la que nada pasa desapercibido, había empezado a hablar. Y es que había llegado el punto en que ya no me importaba si se enteraba quien se enterara de nuestra relación, por lo que empecé a buscarla ya no sólo de noche, sino, incluso, de día. Uno de los primeros en enterarse fue mi vecino don Lupe, quien fue con el chisme a mi papá. Lo supe porque una noche, cuando mis papás creían que ya estábamos dormidos, abordaron el tema y mi papá le decía a mi mamá, que el susodicho vecino le había dicho que tuvieran cuidado con Neta, porque, además de ser su comadre, era su nuera, ya que su hijo Marcos “le andaba llegando”. Esa fue una forma terrible de enterarme de que mis papás ya lo sabían, pues llegué a pensar que ya se me “había armado la bronca.” Pero nunca, ninguno de ellos, llegó a decirme nada al respecto, ni para bien ni para mal. Creo que entendieron que lo que su comadrita hacía, era una necesidad para mí.
Pero sí me vi obligado a soportar las guasas y chanzas de algunos hombres del pueblo, quienes me conocían y quienes inventaron una historia parecida a la de El Calaca, totalmente ficticia: según ellos, cuando tuve mi primera relación sexual con Neta, como no sabía el lugar donde ella tenía la vagina, intenté introducirle el miembro viril por el ombligo, por lo que ella se vio obligada a guiarme, diciéndome: -“¡más abajo, chamaco pendejo!”- Total imaginación, ya que nada de esto sucedió. Y, si hubiera sucedido, no había nadie que pudiera dar fe de ello.
Cuando cursaba el segundo año, la escuela lanzó una convocatoria para que los alumnos diseñáramos el escudo oficial, pues carecía de él. Se llevó a cabo el certamen y lo ganó Francisco Estudillo, “Pancho El Pelón”, quien cursaba el tercer año. Le puso el rostro de Aquiles Serdán, los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, una mata de maíz con mazorca y unas cañas. Fue el elegido por el jurado calificador, siendo hasta la fecha, el escudo oficial de la escuela. Pero fui yo quien se encargó de materializar el proyecto. Me lo encargó el director de la escuela, profesor Alberto Méndez Valdez, quien había sustituido al profesor Prócoro, “Procorito”, en la dirección, ya que éste último había fallecido en funciones, porque era ya bastante grande. Recuerdo que le hicimos un homenaje a su trayectoria como profesor, poniéndolo como ejemplo, pues había trabajado hasta el último día de su vida.
El profesor Alberto preguntó quién podría materializar el escudo de la escuela, que ya había ganado el concurso. Y le informaron que yo era bueno para todo. Así que me mandó a llamar a su oficina y me expuso el proyecto. Yo le dije que no habría problema; que podía poner el asunto en mis manos. Y así lo hice. Conseguí papel cascarón, pinceles y navajas, y me puse manos a la obra. Materialicé el escudo y, le gustó tanto al director, que ya no quiso hacerle ninguna modificación al primer proyecto, que se propuso y se aprobó como escudo oficial. Así que, si actualmente observan el escudo oficial de la Esc. Sec. Fed. “Aquiles Serdán”, de Escape de Lagunillas, ése es uno de mis trabajos, pues fui yo quien lo materializó, aunque el diseño no es mío. Recuerdo que lo que más trabajo me costó materializar, fue la parte de la corbata del héroe poblano, pues, al no existir internet, no había forma de saber cómo lucía esta prenda, por lo que tuve que usar sólo mi imaginación, ya que tampoco había visto nunca una corbata de verdad.
Pero, volviendo al punto de mis deseos sexuales, al no poder satisfacerlos al cien por ciento, pues cada vez era más difícil ver a Neta sin peligro de ser descubiertos, llegó el momento en que empecé a masturbarme. Me preguntaba a mí mismo, lo que ya me había preguntado antes de conocer una relación sexual real: si no sería posible “engañar” al miembro viril, haciéndole creer que se tenía una relación con una mujer real, aunque, en realidad, fuera imaginaria.
Y, usando mi imaginación, pasaba de Neta a Mónica; de ésta, a las modelos de la revista italiana que había caído en mis manos; de estas modelos, a Guadalupe; de ésta, a Isabel; de Isabel, a la profesora Raquel; de esta profesora, a la profesora Josefina. Y así, pasando por un amplio abanico de mujeres, entre ellas Anastasia “Tacha”, su hermana Marina, que eran mis vecinas, Concha, Julia, Rosario, Eva Leal Cortés, Cruz María y un gran etcétera. Pero, ni duda cabe que mi mujer preferida era, con mucho, Mónica, quien en esos años formó parte primordial de mis fantasías sexuales, pues era ella de quien realmente estaba enamorado; ella estaba presente todos los días, sin que faltara uno solo.
Recuerdo que llegué a masturbarme hasta diez veces al día, todos los días, pues en verdad lo necesitaba. Sólo me detenía el remordimiento y el miedo a quedar estéril por el resto de mi vida, por abusar de mi sexualidad. Pero es que, en verdad, no tenía yo punto de referencia respecto a cuántas veces era lo “normal” masturbarse. Y es que, de entrada, masturbarse “no era normal”; era, más bien, una perversión que castigaba Dios. Era una aberración y un pecado mortal que podía llevarme de cabeza al infierno. Así que, ni cómo preguntar algo que, de entrada, estaba prohibido, por ser un asunto sucio y pecaminoso. Pero no podía dejar de hacerlo.
Terminé la secundaria y empecé a considerar la propuesta que me había hecho mi hermana Estela, de la que ya hablé en el capítulo uno de esta historia: la de irme a estudiar para hacerme catedrático. O médico, pues ésas eran las profesiones mejor pagadas y de mayor prestigio. Pero, también me di cuenta de que mi hermana no iba a poder con los gastos que generaran mis estudios, pues mi papá se la pasaba de borracho y no aportaba nada a la casa, como no fueran exigencias, por lo que era ella quien solventaba la mayor parte de los gastos de la casa, pues aún permanecía soltera. Y fue así, que decidí que no podía echarle esa carga encima a mi hermana, por lo que me vi en la necesidad de contemplar otras opciones.
Cuando salí de la secundaria, me enfermé de fiebre tifoidea, por lo que me pasé como un mes en cama, mientras me reponía de la enfermedad. Y empecé a escuchar en spots de radio, que la Universidad del Ejército y Fuerza Aérea ofrecía varias opciones a los jóvenes que terminaran su educación secundaria y quisieran seguir estudiando. Ofrecía alojamiento, alimentación, vestuario, equipo; todo. Uno no tenía que hacer otra cosa más que estudiar. Y, al terminar el período de cuatro años de estudio, ofrecía empleo seguro y bien remunerado, con el grado de Subteniente de la Armas o Servicios; jamás tendrías que andar tocando puertas ni buscando nada: con sólo entrar y estudiar, tenías tu vida resuelta.
Y resolví que quería entrar a estudiar en el Heroico Colegio Militar, en la Ciudad de México. Conseguí un instructivo, reuní la documentación que creía iba a necesitar y le comuniqué mis deseos a mi hermana. Me dijo que ella no conocía, por lo que no podía acompañarme, pero que Chago, su esposo, sí conocía perfectamente la Ciudad de México, ya que había estudiado ahí, por lo que era la persona idónea para acompañarme. Y nos fuimos a la Ciudad de México. Recuerdo que llegamos al Colegio Militar de Popotla, en donde nos informaron que ahí no era, sino en el que se ubica en Tlalpan, por lo que teníamos que acudir allá. Todavía preguntamos si no sería posible que me recibieran mi documentación ahí, ya que nosotros íbamos de lejos. Lagunillas está ubicado a 180 kilómetros de la ciudad de México, pero, en ese entonces, era difícil y tardado llegar, ya que las vías de comunicación, como las carreteras, eran bastante precarias y estaban en estado deplorable. Amablemente nos dijeron que no era posible y que, si quería ingresar como cadete, tenía que ir hasta Tlalpan, pues en Popotla me recibirían mi documentación, únicamente para soldado.
Decidimos, en compañía de mi cuñado, que no deseaba ingresar como soldado, sino como cadete, a fin de estudiar y salir con un grado. Y nos fuimos a Tlalpan. Llegamos como a la una de la tarde. Un oficial que se encontraba en un módulo de atención, me preguntó si llevaba mi documentación completa. Le dije que sí. Me la pidió y dijo que ésa no era, que me faltaban varios documentos y que era el último día para recibirlos, pues el plazo se cerraba. Preguntó también, por qué habíamos esperado hasta el último día. Le informamos que se debía a un problema de salud, ya que me había enfermado de fiebre tifoidea. Dijo el oficial que estaba bien, pero que, de todos modos, el plazo era improrrogable, por lo que nos recomendó que tratáramos de recabar la documentación que me faltaba y regresáramos a entregársela. Nos esperaría hasta las cuatro de la tarde.
Por mucho que nos diéramos prisa, ya no alcanzaríamos a recabar la documentación a tiempo. Así que, decidimos regresarnos y volver a intentarlo al siguiente año. Y mientras, trabajaría en lo que fuera. Era el año de 1987; yo tenía dieciséis años. Y nos regresamos; pero antes, fuimos a visitar a Cuca, hermana de Chago, a la Col. Narvarte, donde vivía con su esposo, don Raúl. Aquí quiero hacer un pequeño paréntesis para hablar de estas personas y encuadrarlos en el contexto en el que se desarrollaban sus vidas.
Don Raúl era un señor ya grande; extremadamente celoso, ya que Cuca era muy joven para él. Apenas llegamos a su casa, después de los obligados saludos, don Raúl le dijo a Chago, que no le anduviera llevando “cabrones” a su casa. Dijo mi cuñado que no era tal el caso, ya que yo era su cuñado, hermano de Estela, persona de toda confianza y, además, chamaco inofensivo. Pero nada de esto tranquilizó al viejito, quien no desaprovechó ninguna oportunidad para estarme “chingando”. Dijo, por ejemplo, que él conocía a una persona, amigo suyo, que era militar de carrera: el General Pedro “El Malo”, una persona en verdad mala, ya que él lo había ido a visitar una vez a la residencia oficial de Los Pinos, lugar donde reside el Presidente de la República, donde se encontraba de servicio, y fue testigo de la forma en que se conducía este señor General. Un verdadero ejemplo de firmeza de carácter; nada que ver conmigo, un chamaco enclenque y totalmente mimado y falto de “huevos”; no apto para abrazar la carrera de las armas.
Además, dijo, siempre que sonaban las notas del Himno Nacional Mexicano, el General Pedro “El Malo”, se paraba firme y saludaba, aun en los actos más íntimos, donde nadie lo miraba, por lo que, si yo aspiraba a ser militar de rango como él, debía empezar por imitar ese comportamiento tan patriota. Y es que don Raúl estaba viendo un partido de futbol, de ésos en los que, antes de iniciar, se toca el Himno Nacional. Por lo que me vi obligado a levantarme y adoptar la posición de firmes, mientras él permanecía con mi cuñado, cómodamente sentados en los sillones de su sala. Por eso digo que no desaprovechó ninguna oportunidad de estarme “chingando”, con tal de que no volviera yo a parecerme por su casa. Así de celoso era don Raúl.
Cuando se enteró de que ya no nos había dado tiempo de entregar mi documentación, ni tardo ni perezoso, recomendó que entrara como soldado, un año. Esperaba que me diera cuenta de que la vida militar era para hombres verdaderos, no para chamacos “caguengues” como yo, por lo que desertaría a las primeras de cambio. Porque no aguantaría la dura disciplina del ejército, como no la habían aguantado los hermanos de mi cuñado Chago -Pancho y Tino, los traileros-, quienes habían sido soldados en la Brigada de Fusileros Paracaidistas y habían desertado, ya que “no habían aguantado la verga”, según decía don Raúl.
La historia de este señor y de la señora Cuca, hermana menor de mi cuñado Chago, comienza mucho antes, en el poblado de Escape de Lagunillas. Pero será en la siguiente entrega cuando hable de este caso, de cómo se conocieron y de cómo terminaron “casados”. Una historia que, bien podría dar para escribir una novela, independiente y paralela a la que escribo. Pero, todo a su tiempo.