Le gustaba el piano. En cada frase podía escuchar el desgarrador sonido del lamento ahogado o el anhelo frustrado. En cada acorde podía viajar, viajaba a donde quisiera, algunas veces revivía tiempos alegres y casi podía sentir el brillo de la felicidad bajo su piel; o en ocasiones prefería viajar al después, y era así como soñaba con lo modesto pero ideal.
Y en los silencios, paraba su respiración y veía la ilusión de su vida viajar brevemente lejos de él, le recordaba lo limitado de su tiempo y lo afortunado de su suspirar. Y al escuchar de nuevo aquella melodía invadida de nostalgia y desesperación, se perdía, vagaba en su frustración.
Era entonces, mientras su respiración se agitaba y el tiempo andaba a paso ligero, cuando de sus ojos brotaban lágrimas. No lágrimas cualesquiera. Lagrimas perfectas, grandes y rebosantes de su esencia. No eran pocas. Trazaban un camino a través de sus pálidas mejillas, para caer al suelo y desaparecer, o si había fortuna suficiente, recorrían su rostro para caer en sus labios, donde él podía degustar lo dulce de su pasión, lo amargo de su sufrimiento y lo inexplicable de su propia esencia.
Y esto solo alimentaba su llanto, que le consumía durante buen rato y que se confundía con el sonar melancólico del piano. Pero a él no le fastidiaba el llanto. Le hacía sentir vivo, le hacía sentir.
Agradecía el sentir de ese sufrimiento genuino, le recordaba sus suspiros y desganes. Le traía la ira. Buena amiga y mala consejera, que como feroz dragón le protegía, pero que como la peor de las enfermedades, lo devoraba por dentro y lo dejaba reseco y sin el inexplicable sabor de su esencia.
Esencia que por supuesto, él no entendía pero apreciaba humildemente. Esencia que le perseguía a cada paso, que trazaba su porvenir y le inquietaba a cada segundo. Siempre se sintió orgulloso de ella, la amaba desesperadamente y se aferraba a ella, más aun cuando escuchaba la cadencia de la melodía.
Advertía así, que más que su cuerpo era su alma. Que más allá de sus frustraciones era sus sueños, que lejos de las palabras estaba su pensar, y que bajo las llamas humeantes de su ira se encontraba su fragilidad.
Sentía, que se le escapaba su esencia, que se llevaba su alma y todo lo que le hacía sentir vivo. Que al caer cada nota, se iba un fragmento de él. Se angustiaba, y desesperado intentaba recordar cualquier insignificante y vulgar momento que fuese propio de la manifestación de su esencia.
Y así, la recuperaba, pero sobre cualquier otra cosa, comprendía. No se trataba de encarcelar cruelmente su alma junto a él, limitarla y aburrirle. Su esencia era inquieta, necesitaba aprender y sufrir.
Dentro de su pecho, con simple modestia reconoció su fragilidad, contempló la belleza de lo finito propio de él, suspiró con satisfacción y calma pura, escuchando el silencio que dejaba el piano tras el final de aquella melodía llena él.