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Los perros del guitarrista

Como todo fiel amigo, Caniche me esperaba todos los días a las doce en punto afuera de la escuela. Sonó el timbre y salí corriendo de la sección a encontrarme con él, que al verme, ladraba y movía la cola como loco.
Iba por la calle 43 con aquel perro, que siempre las pulgas lo hacían un guitarrista, cuando recordé las palabras que me dijo mi madre antes de partir a clases: - ¡Cuando salgas de clase te venís directo para la casa! ¡No te quedes babeando como pendejo mirando esos tucos de cuerdas que vende don Cipriano! – Caniche y yo, obedecimos por esta vez. No nos quedamos afuera de la vitrina contemplando las decenas de guitarras solo para que no me castigara y me dejara ir donde mi vecino a jugar.
-¿Por qué mi mamá no lo entiende?- le dije a Caniche mientras caminamos a paso rápido para la casa. El pareció responderme un no lo sé con dos ladridos.
– Algún día Caniche te tocaré una canción con mí guitarra, algún día me compraré mi guitarra, algún día Caniche, algún día- El perro movió la cola y seguimos caminando.
Mi madre esperaba que fuera el típico hombre de corbata y saco, que yo repudiaba. ¡Qué bueno que murió de cólera y no de un paro cardíaco al verme dejar la universidad, por ir a ayudar a don Cipriano con su tienda a cambio de clases de guitarra y por un 20 % de mi pago mensual!
Mi Caniche, murió dos meses después que mi madre, por un infeliz alcohólico que lo atropelló cuando iba cruzando la calle. Aún muerto yo le cumpliría la promesa que le hice. Se lo merecía, después de todo él era el único que movía su cola, cuando hablaba de guitarras.
Trabajé alrededor de seis meses en la tienda de don
Cipriano, pero aun no tenía lo suficiente para comprarme un tuco de cuerda, como decía mi madre.
Por la monotonía, don Cipriano adoptó conmigo un cariño de padre:
- ¡Clemente, he visto como te has esforzado y admiro tu pasión!- me dijo mientras le quitaba el polvo a las guitarras que nunca se vendieron.
- solo dejo que mi pasión me guíe, no quiero vivir reprimido toda mi vida- le dije.
- ¡Eres digno de admiración, sos un típico modernista, un artista incomprendido! ¡Yo no podría vivir de algo que solo me llene el alma, y deje mi billetera vacía! En cambio vos naciste para esto. Esas guitarras que estás limpiando nunca se vendieron, agarra la que más te guste, prefiero que las uses vos, antes de que se pudran en la esquina de esta tienda.- me dijo
Agarré la guitarra sin fijarme en cual. Le di las gracias, lo abracé fuerte y por poco casi lloro. Me apresuré a terminar de limpiar para llegar de inmediato a mi casa. En mi cuarto me puse como un maniático obsesivo. Practicaba en las madrugadas y en la noche lo que don Cipriano me enseñaba. En ocasiones no cenaba por practicar, y otras porque no tenía nada que comer. Pero eso no me importaba, yo solo pensaba en tocar.
Mis dedos sufrieron por dos meses, pero finalmente logré combinar las notas con una elegancia teatral
Al poco tiempo que aprendí a tocar y componer, don Cipriano murió. No tenía familiares, y me dejó a mí su tienda. Yo no quise seguir con el negocio y lo clausuré.
Todas las noches antes de acostarme, agarraba mi portafolio, me sentaba en el suelo y comenzaba a componer. En las madrugabas tomaba mi guitarra y practicaba. Los perros de las vecinas aullaban cada vez que me escuchaban, eran mis coristas preferidos y se acoplaban a mis melodías increíblemente. Me hacían recordar a mi Caniche cuando movía su cola.
Al cabo de unos meses, me sentía un desgraciado, había logrado conseguir mi guitarra, convertirme en guitarrista, pero mi Caniche aun no tenía su canción que le prometí tocarle.
La noche en que murió el perro fue un viernes 18 de mayo de 1996 cuando tenía 18 años. Cuando cumplí los ocho mi madre lo había llevado a la casa para que la cuidara de los vagos, tuvimos una conexión de inmediato. Le compuse su canción.
Cuando ya estaba lista salí a tocar al parque. Necesitaba un tiempo al aire libre para tocar la canción que nunca escucharía mi perro.
El parque era un lugar muy solitario la gente nunca se sentaba en las bancas, solo pasaban de largo y ni los niños lloraban por quedarse.
Me senté en la banca y mis dedos aun más apasionados tocaron con excitación las cuerdas de la guitarra. Tenía los ojos cerrados, para no llorar. ¡Cuánto extrañaba a ese perro!
Un ladrido me desconcentró, abrí los ojos y dejé de tocar. Un perro que arrastraba su cadena, corría hasta donde estaba yo. Su dueño venía detrás de él. Yo seguía tocando. El perro se sentó en frente de mí y comenzó a mover su cola. A lo largo observé que venían dos más.
El parque no quedaba muy largo de mi casa, y miré que mis 4 vecinos bulliciosos de todas las madrugaba corrían hacia la música. Quedé impactado. Tenía una docena de perros en frente de mí y ninguno de ellos mostraba los colmillos. Se me quedaron viendo, como diciéndome que empezara a tocar.
Yo muy obediente, volví a cerrar los ojos para acordarme de mi Caniche, y toqué su canción. Los perros comenzaron aullar, abrí los ojos porque sentía que si no los miraba los estaba despreciando. No eran mis perros pero los sentí de mi propiedad.
Todos movían la cola igual como lo hacía mi Caniche. Y desde entonces todos los días por la tarde llego al parque a tocarles la canción de mi Caniche a todos los perros de la calle.

 

Este cuento está inspirado en un hecho real. Un hombre con una guitarra buscaba a parejas para tocarles canciones y detrás de él lo perseguían tres perros, que se sentaban donde él lo hacía. En la actualidad, el hombre con la guitarra ya no sigue llegando al lugar.


Colaboración de Carolina Nicaragua

Nicaragua

Mensaje al autor. . .

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