Mis manos recorrieron tu espalda,
buscando afanosamente cada centímetro de tu piel,
y tú te dejabas hacer entregada a ese tacto.
Tu cuello se ofreció generoso
deseoso de ser acariciado y dijiste:
no te detengas, sigue, sigue.
Mis manos eran dos buscadoras de sensaciones,
pues te sentían vibrar, estremecerte de placer tu cintura
y luego tus nalgas reclamaron la caricia.
Cerraste tus ojos y me dijiste quedamente,
pásame tus manos en mi rostro.
Colaboración de Mefistófeles
Argentina