No suelo escribir en casa, prefiero ahí afuera, donde me lo exige la imaginación.
Por esos terrenos grises, en nauseabundas calles con hedor a orines, ahí es donde navego haciendo vista gorda a los piratas, aunque tampoco miro a los vagabundos que surcan esos mares…
Locos perdidos sin hogar, sin fe, sin más.
Creo que no los observo porque me gusta negar su existencia, así como noto que los demás robots de corbata y faldas apretadas tampoco les regalan su atención, se niegan desentendiéndose completamente.
Esta vez miro con precaución, con temor a no querer ofender o quizás a no arriesgar una puteada, me pregunto que han visto esos ojos, repletos de amargura contaminada con silencio y polvo de las calles, con ese rastro de cemento apegadas a sus mejillas, gastadas, que reposan en las oscuras intemperies capitalinas.
¡Tengo hambre! Grita uno, con voz profunda y cansada de emitir el mismo eco una y otra vez,
quizás con la esperanza de recibir un minuto de sus bolsillos,
de los pasantes, de aquellos robots ciegos con corbata y faldas apretadas.
Apuro el paso,
-se me hace tarde al trabajo.