El silencio de Dios no significa ausencia total. Su presencia se mantiene aún en lo oculto, sin él mostrarse, sin la evidencia. Algunos —como Nietzsche— han afirmado que Dios no existe porque no se comunica con el ser humano, lo cual es una pretensión antropomórfica; es querer que Dios se comporte como nosotros o ponerle condiciones a Dios, exigiéndole que se muestre. Si no podemos ver directa y fijamente al sol durante varios minutos desde tantos millones de kilómetros —sin ser dañados por la intensa radiación— aun siendo sólo un objeto del mundo, cómo pretendemos ser capaces de ver a Dios; si hasta nos desvanecemos ante ciertas impresiones emotivas que nos causan algunas cosas del mundo.
Quien no llegue —transitando desde lo sensible a lo intelectivo— a concebir la noción acerca de Dios, como respuesta probable a la interrogante existencial, aún con las innumerables señales que nos muestra el mundo —y hasta brotan de nosotros mismos— se alejará cada vez más de Dios si continúa por ese camino, lo cual es una terca interpretación de lo real o la realidad como el ámbito de la inmanencia, rechazando así toda idea de trascendencia. Llegar a una clara noción acerca de Dios implica superar la inmanencia y abrirse a la trascendencia, a lo que emana de las cosas sin dar evidencia sensible, pues lo perceptible no es sólo lo que afecta a los sentidos como el color, el olor, el sabor o el peso.
También percibimos lo que sólo nos deja una idea, una noción, como al observar a alguien, nos queda la noción o intuición clara de su sinceridad o del grado de confianza que nos ofrece, y así nos atrevemos a tomar ciertas decisiones. Fernando Savater —filósofo actual no creyente— dice que una característica que tenemos los humanos es que somos capaces de leer en la cara de los demás. Y un ejemplo de trascendencia nos lo da el psiquiatra y filósofo Víctor Frankl —creador de la logoterapia— quien dice que una madre es capaz de percibir —aún dormida— y despertarse a media noche ante cualquier alteración en la respiración de su pequeño hijo que duerme a su lado. Según Xavier Zubiri, lo que trasciende —lo trascendente— En una experiencia real, al ser captado en una impresión sensible-intelectiva es, además de lo físicamente observable —o de las notas que posea “lo captado”, tales como silueta, color, tamaño, etc. —
Es “algo” adicional o complementario a lo observado, que se convierte para nosotros en una “noción” o idea. Por ejemplo, también captamos el “ser” de las cosas reales, además de sus notas propias —forma, tamaño, color—; o sea, captamos que es “real” —su condición de realidad— su actualización en el espacio-tiempo o en el mundo; nos damos cuenta que existe desde “antes de ser percibido”, o que existe aunque no haya sido percibido. Eso no es inmanencia, es pura y simple trascendencia, aunque no aporte evidencia registrable.
Dice Zubiri que la realidad de las cosas —lo trascendente, su ser— son percibidas en el acto mismo de aprehensión humana, aunque no directamente sino de forma indirecta u oblicua. En una fotografía de lo captado, se reflejarán sólo las notas directamente observables —silueta, color, etc. —, desde el ángulo en que la cámara pueda captar, pero no su ser; o sea, no se observa que es real, pues lo mostrado en la foto bien podría ser un montaje o una ficción; la cámara fotográfica no percibe lo trascendente, que sólo lo capta la intuición humana.
Los humanos somos capaces de captar lo trascendente, aunque los agnósticos, ateos y relativistas niegan su existencia o que sea posible conocerlo, simplemente porque no puede ser observado y no se registran evidencias de ello. Los materialistas manejan conceptos de “observación” y de “intuición” —forma simple y elemental de conocimiento por contacto directo con la realidad— que son de carácter inmanente. Tienen como punto de partida un posicionamiento epistemológico dado, que prejuicio sus indagaciones. Su negación de lo trascendente se basa en una formulación lógica y simple de tipo circular, donde se establece de antemano —como válida o comprobada— la premisa de no existencia de lo trascendente, y así la conclusión resulta ser la afirmación de la misma premisa.
La formulación materialista es algo así: “puesto que sólo lo observable y registrable mediante evidencias comprobables puede tener existencia, lo trascendente no forma parte de la realidad”. Se puede parafrasear así: “dado que lo trascendente no es observable y registrable mediante evidencias comprobables, resulta obvio que no existe”. Los agnósticos y relativistas dirían: “y si existiera, dado que no puede demostrarse, se rechaza su validez como criterio para el logro de consenso”. La formulación cae en la regresión al infinito —por su circularidad— al responder a la pregunta por qué: “porque sólo existe lo que sea observable y registrable como evidencia demostrable”. “porque lo trascendente no deja evidencias comprobables”. Se parte de un supuesto establecido, sin demostrar la validez de la negación implícita en el supuesto.
Luc Ferry —filósofo francés actual— desde su posicionamiento como no creyente, afirma que después de todo el proceso de deconstrucción nietzscheana de “ideales” —cualquier cosa que sea trascendente—, sigue habiendo una trascendencia que resiste a ese proceso deconstructivo, y da como ejemplos el amor que nos desborda, los principios éticos subyacentes a los derechos humanos, que son aceptados por todos independientemente de la diversidad de culturas, y las obras de arte que nos atrapan y generan en nosotros sensaciones y nociones diversas. Allí hay trascendencia, afirma él. Un mundo puramente inmanente no puede ser real, según él.
La fe —en su carácter más básico de convicción intuitiva— no es algo que nos viene de fuera; es algo que se desarrolla en nosotros cuando fluimos armónicamente en la vida, como observadores activos que no nos sujetamos a los límites de lo aparente, cuando buscamos más allá porque percibimos que hay algo trascendente. La fe —en su dimensión religiosa— nos permite vivir el silencio de Dios, sintiendo su presencia, aún sin señales “perceptibles”, pero con señales indirectas u oblicuas —trascendentes— que parten de nosotros mismos —como decía san Agustín filósofo— o que brotan del entorno.
A pesar de su aparente silencio, Dios se manifiesta continuamente en el mundo, y en nuestras vidas; sólo es cuestión de hacer un esfuerzo por notarlo, pero no es un esfuerzo físico; es una disposición, una actitud de apertura. El silencio de Dios es sólo ausencia de señales “perceptibles”, pues no es quedarse callado o no querer comunicarse, pues Dios siempre es y siempre está. El problema que llamamos silencio de Dios consiste en que nosotros anhelamos una manifestación de Dios con evidencias “perceptibles”, pues no nos conformarnos con las evidencias indirectas, que sobreabundan.
Lo que llamamos silencio de Dios consiste en que nosotros no avanzamos o no queremos avanzar hacia niveles elevados de conciencia, hacia la experiencia de comunión con Dios, y lograr así la experiencia mística que tuvieron el genio matemático y físico Pascal, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz o la filósofa convertida al catolicismo y monja carmelita Edith Stein, canonizada en 1998. Lo que llamamos silencio de Dios consiste en que no queremos recorrer ese misterioso pero sublime camino de elevación espiritual; quizá por temor a encontrarnos casi cara-a-cara con Dios; quizá por la flojedad de recorrerlo, o por egoísmo —amor a sí mismo— ya que exige un significativo esfuerzo espiritual, y una decisiva capacidad de renuncia a nuestras preferencias o comodidad personal, como lo indica santa Teresa de Jesús.
Sin un poderoso telescopio, no podemos ver o indagar acerca de objetos celestes muy lejanos. Así, lo que no podemos ver se queda para nosotros en zona oscura —ignorancia—. Por ello, no podemos negar que exista algo más allá de lo que somos capaces de ver o indagar. El telescopio —en el ámbito de la fe— es el sumergirnos en el espíritu: “Busca a Dios dentro de ti mismo”, decía San Agustín. La mayoría de los cristianos nos quedamos en una zona cercana a la superficie de la fe, sin ir a las profundidades internas o elevarnos a las alturas de meditación donde se puede sentir la presencia viva y activa de Dios. Nos quedamos a la mitad del camino de la fe: ¿miedo, egoísmo, facilismo, comodidad, no querer dar más, flojera espiritual, o una combinación de todo esto?
¿Silencio de Dios o incapacidad nuestra para escucharle, o para interpretar lo que dicen las cosas o los hechos acerca de él?
Colaboración de Jorge Benítez R.
Venezuela