Nos ha sorprendido la afirmación de Ernst Casireer, el gran filósofo y antropólogo que definió al hombre como animal simbólico: “En el mundo humano encontramos una característica nueva que parece constituir la marca distintiva de la vida del hombre… Algo que podemos señalar sistema simbólico”. Y agrega más adelante el autor: “Comparado con los demás animales, el hombre no sólo vive en una realidad más amplia sino, por decirlo así, en una nueva dimensión de la realidad”. En este orden de ideas, citamos también a Fernando Savater, quien se refiere al poder del simbolismo al tratar el tema de la educación:
“El niño pasa por dos gestaciones: La primera en el útero materno según determinaciones biológicas, y la segunda en la matriz social en que se cría sometido a variadísimas determinaciones simbólicas”. Este mismo autor, al hablar de la ética y del valor de elegir, dice: “La vida que intentamos conservar y perpetuar no es un mero proceso biológico, sino un devenir de símbolos…” Y también nos deja perplejos con frases como”: El insalvable más allá que todo símbolo propicia y deja abierto”. Y el mismo Savater, de diversa manera, se refiere a la importancia del poder de lo simbólico en el accionar ético del individuo.
¿En qué consiste lo simbólico en la vida humana? ¿Es simbólico el pensamiento o simplemente el lenguaje? ¿Es simbólica también la realidad? ¿En qué consiste el poder de lo simbólico? Estas interrogantes están asociadas a perplejidades que nos han inducido a realizar una búsqueda en la bibliografía, donde resaltan autores como Ernst Casireer, Ferdinand De Saussure, Noam Chomsky y Paul Ricoeur, entre otros. Lo que ofrecemos acá —aun reconociendo su precario alcance— es el resultado de esa búsqueda, en términos de lo interpretado y comprendido —y con las limitaciones de todo interpretar y comprender— pero que deseamos compartir con otros a quienes quizás pueda interesar el tema.
El lenguaje es simbólico porque lo es el pensamiento, y éste no tiene otra forma de activarse ni de expresarse que a través de símbolos, pues la realidad misma es simbólica en su expresión; la realidad se expresa, se manifiesta. Aun cuando el lenguaje sea un producto social —cultura humana en tradición continua— el mismo se ha generado en una relación inter—subjetiva —intercambio entre sujetos en contacto activo con la realidad— donde el pensamiento es el generador de lo expresado, aunque el otorgamiento de sentido a la palabra —o símbolo—¬ sea un producto social o resultado del intercambio intersubjetivo.
La cualidad simbólica del pensamiento es una derivación de la dinámica relacional entre el sujeto y la realidad o de la mencionada relación intersubjetiva —que es parte de lo real—, pues el simbolismo —o lo simbólico— no es más que “lo real pensado”, lo real convertido en idea. Los símbolos conjugan pensamiento y realidad interpretada o —a la inversa— realidad que se expresa y pensamiento interpretando, en una relación de mutua correspondencia, como una única y —a la vez— doble función. Los símbolos —de la palabra más simple a la de mayor contenido significativo— son intentos de representación de aspectos de realidad “objetivados”; son la objetivación de la idea.
El poder del simbolismo —en cuanto poder movilizador y generador de efectos— no es un poder extraño o misterioso, sino la posibilidad de activación del pensamiento y de traducirse éste en acciones concretas, que expresan una voluntad en acción, como capacidad de producir resultados tangibles. Lo importante —o quizás lo crucial o impactante— del simbolismo y su poder activador de acciones sobre la realidad y de producir cambios en ésta —o en el individuo mismo, como parte de lo real— no es más que la expresión misma de “lo real en acción”, donde sujeto, lenguaje y acción son elementos constitutivos de la realidad, y se entrelazan en una dinámica histórica —de aconteceres en el tiempo y el espacio— orientada a producir cambios continuos que van configurando la vida y el mundo.
Así como el símbolo “da que pensar” —siguiendo a Ricoeur— por todo lo que puede contener el mismo —significado y situación histórica vinculante— igualmente podemos afirmar que la realidad no sólo “da que pensar” sino que se expresa —obviamente en forma simbólica— y hasta podemos atrevernos a decir que la realidad nos sugiere los símbolos a usar para interpretarla, pues el simbolismo —o pensamiento en acción como generador de símbolos— es un producto de la interacción dialéctica sujeto vs. Realidad, o mejor dicho sujeto vs. Realidad externa, por ser el sujeto parte de la misma. De hecho, así han surgido las inferencias acerca de las leyes de la Física: de un sujeto observador “instalado en la realidad” y de una realidad que se expresa en forma traducible mediante símbolos.
Como señala Ferrater Mora: “Lo que hay o “lo real” se refleja a sí mismo, habla acerca de sí mismo, pues el conocimiento —el acto de conocer y sus productos— es función de las cosas conocidas o cognoscibles… todo conocimiento lo es de “algo”…todo saber lo es acerca de algo”.
Y la capacidad de significación menor o mayor del lenguaje expresado —como simbolismo objetivado— está relacionada con la capacidad del sujeto para vincularse con la realidad y de su facultad de expresar algo acerca de la misma, dentro de los límites o restricciones derivadas del “contenido cultural” de su pensamiento.
Esa capacidad de significación o de representación —o de reflejar mejor o peor la realidad— está relacionada con la intención, la motivación y el “contenido cultural” del pensamiento del sujeto que se expresa. Un sujeto —al expresarse— pudiera sólo desear comunicar su sentir a alguien sin la intención de ser razonablemente explícito, mientras que otro podría tener una intención o motivación de reflejar lo más objetivamente posible su aprehensión de la realidad y —a la vez— estar bien equipado culturalmente para hacerlo. El estar “instalados en la realidad” como dice Xavier Zubiri —más que experimentarla— es el fundamento de la “experiencia” y su posibilidad cognoscitiva intrínseca. Dice Ferrater Mora:
“La experiencia es un proceso real –de carácter bioneural– capaz de engendrar “representaciones” en la medida en que tiende al conocimiento, o sea, en tanto genera en nosotros interés por saber “acerca de”. Representación equivale aproximadamente a información”. Y continúa el autor: “La representación y las realidades que ésta representa
—o aspira a representar— están correlacionadas. …no por ello hay que suponer que se identifican o que una puede reducirse a la otra”, aclarando más luego”. No es legítimo suprimir la correlación, ni lo es fundarla en uno sólo de los términos correlacionados”. Y da un ejemplo sencillo” la noción “caballo” representa, a su modo, a los caballos por ser una noción de éstos.
Aunque no lo muestra ni está en relación isométrica con su objeto (el caballo), posee –intrínsecamente– la forma “noción de”, o sea, se refiere al caballo como objeto real, y no a otra cosa”. Y agrega: “Las representaciones se fundan en realidades representadas o representables, las cuales son tales en virtud de un rasgo estructural suyo: la “presencia”… las realidades son posibilidades permanentes de representación”. Zubiri, en este sentido, es más radical al afirmar que tenemos la realidad continuamente impresa sensiblemente en nosotros.
Entonces, dudar o pretender rechazar un texto o tradición escrita aludiendo a “lo imperfecto del lenguaje” —o la poca confiabilidad del mismo— debido a la ambigüedad de los símbolos o el desconocimiento de la situación—intenciones o motivaciones— que habitan detrás del texto —al decir de Ricoeur—, sería ignorar o menospreciar “lo humano” vinculado al texto.
Puede intuirse tras ese planteamiento la idea o el deseo de un lenguaje perfecto de referencia, lo cual es una ingenuidad. El lenguaje —o lenguajes— que tenemos son lo que son, lo que han devenido históricamente; no hay otros. Nos han servido durante milenios para los propósitos que pueden esperarse de ellos. Y tal duda o rechazo también resultaría una contradicción pues quien la expresa está usando el lenguaje —símbolos— como medio para argumentar.
Lo mejor o más adecuado es recurrir a una hermenéutica epistemológicamente bien situada, para ayudarnos en ese análisis de la realidad —el texto como objetivación, que es parte de la realidad— pues todo análisis de textos es ya una interpretación —volviendo a Ricoeur—, tal como sucede en la traducción de textos, en su traslación de un lenguaje a otro.
Y el que sea interpretación no descalifica al texto mismo; en todo caso, sólo se podría dudar de la capacidad del sujeto generador del texto —sea por su intención, motivación o el contenido cultural de su pensamiento—, cuando se trate de textos elaborados con propósitos de enseñanza. Pero, cualquier otro texto —un poema o un texto que evidencia algo— tiene al menos el valor de su historicidad o de evidencia cultural imperfecta. El texto está ahí como algo objetivado, y tiene un valor intrínseco menor o mayor según sea el asunto al que se refiere o su valor como evidencia. Realidad, simbolismo, lenguaje y cultura son partes de un conjunto único e integrado, de un mismo devenir histórico—dialéctico, donde lo simbólico no es más que la forma de relación o lo que permite la relación.
El que la realidad sea inteligible para el ser humano y éste pueda traducirla en proposiciones y fórmulas —lo cual ha dado que pensar y aún genera perplejidad— se debe simplemente a que el ser humano es parte de la realidad, se expresa como ella y por eso la entiende, lo que luego es traducido por el simbólico pensamiento humano y es objetivado en el lenguaje. Una adecuada integración de lo simbólico, con el lenguaje y su acción sobre la realidad es lo que convierte en real lo posible, como comenta Ferrater Mora: “El mundo parece estar preñado de posibilidades… A lo real cabe agregar no sólo lo actual, sino también lo posible, y lo imaginado”.
¿Hasta lo imaginable? ¿O siempre que no contradiga la lógica del buen pensar, que implica coherencia, correspondencia y consistencia? Pero, ¿coherencia, correspondencia y consistencia con qué? Súbitamente, pensamos en Gilles Deleuze y su lógica del sentido, cuando dice que “lo paradójico” es inherente al sentido de las cosas, y más aún cuando afirma que el devenir se caracteriza por la simultaneidad —el paralelismo entre lo que es y lo que no es, como también sugería Hegel—, lo cual armoniza con el principio de incertidumbre de la Física cuántica y es destacado en la paradoja del gato de Schrödinger.
Este gato se encuentra en dos estados superpuestos vida—muerte en el mismo instante y lugar
—o dualidad de la función de onda— y según el mismo Schrödinger basta con la más mínima intervención —o un simple acto de conciencia— del observador para que colapse la función de onda, y entonces —al abrir la caja— el gato sólo exhibe uno de los dos estados posibles.
¿Sorprendente?... viene al caso finalizar con una audaz afirmación de Deleuze, que integra las nociones de simbolismo, lenguaje y realidad: “Todo ocurre en la frontera entre las cosas y las proposiciones”. O sea, que lo real —las cosas— en tanto que es “expresable” también es interpretable y —por ello— traducible a proposiciones, y éstas —como expresión u objetivación del pensamiento— son capaces de empujar “lo posible” hacia el ámbito de realidad. Por algo dijo Ludwig Wittgenstein que una proposición con sentido es una imagen del mundo…
Colaboración de Pensador
Venezuela