La vista de la lluvia, a través de la ventana, tiene algo mágico. Aquellas gotas que se extravían y chocan en el vidrio, separadas de la manada, luego ruedan abajo, en caóticas trayectorias, como lágrimas deformes, en un rostro liso. Las sombras que proyectan, como venas negras que se retuercen en la pared. Y el olor, ese olor húmedo a invierno, a hierba mojada y a té de la tarde. Aquella es la dicha del día, en que el sol se toma descanso, las nubes trabajan arduamente, para establecer el ambiente propicio.
El compás irregular de las gotas, canta una historia de melancolía y tristeza. Ahora asoma un pequeño rayo de sol, frágil entre las gordas y robustas nubes oscuras, y el viento, dueño del sentido. Ese luminoso haz, temblando, cae a la tierra, y las flores se giran, como si las llamaran por su nombre. Bailan, y giran, danzando, mientras la lluvia cae, gravedad haciendo su trabajo. Un día lluvioso que trae regalos inesperados: un rayo de sol en la cara, y lágrimas en la ventana de mis recuerdos.
Un sueño quizás, tendrá algo universalmente individualista o específicamente genérico.
Colaboración de A.O.R.
Chile