Antes el hombre se definía a sí mismo como un ser desamparado, pues es la razón lo que lo lleva a darse cuenta de lo sólo y pobre que es, lo que lo conduce a un cuestionamiento campal sobre su propia existencia. Pero el problema no está en el vacío existencial, ni en la angustia que a ello se le confiere, sino en la forma en la que parece que se resuelve a dicha crisis: para que el hombre exista, tiene que morir como individuo, y renacer como parte de un conjunto; es decir, la definición y la existencia de una persona, depende del resto de la sociedad a la que pertenece; no obstante, esto trae ciertas consecuencias.
El resultado de que el hombre se busque entre las masas, es que se pierda; y es que esta deformidad de hombre a sociedad, trae como consecuencia la adaptación a una vida ya resuelta, donde lo importante es encajar en un perfil aceptable. Puede ser la modelo de portada de revista, el tipo robusto y varonil, el sujeto avispado y de bolsillos llenos… Hay mucho de que elegir. La sociedad mutó en un tipo de negocio, cuya labor es fabricar replicas o ríos interminables de personas “moralmente correctas”.
Por ahora el hombre continúa desamparado y atrapado en una existencia injustificada, pero esto ya no le preocupa, pues tiene el heroísmo de acostumbrarse a esto. Además, el hombre ya no existe, ahora forma parte de una humanidad donde la apariencia es la lo realmente importante, alimentando así el gusto voraz de las sumas agonizantes. Ellos lo llaman sociedad, pero sigue siendo un negocio que se derrumba poco a poco, una sociedad en bancarrota.