Tenía tanto que contar… y, sin embargo, no era capaz de verbalizarlo. Había vivido un sueño de tan solo tres meses, pero la sensación es que había crecido de repente varios años.

Volvía a casa con las maletas cargadas de ropa nueva, juguetes de mil colores y un montón de productos deliciosos que había probado por primera vez y cuyo sabor no olvidaría nunca. Pero el mejor de los recuerdos no tuvo que ser facturado: el cariño de una familia enorme, la ilusión de unos padres deseando compartir todo lo que tenían. Abuelos, tíos, primos y muchos, muchos amigos que hicieron posible que todo fuera perfecto, que olvidara sinsabores pasados, que abriera los ojos ante tantísimas cosas nuevas y que apenas sintiera nostalgia por los míos. Estaba viviendo un cuento de hadas.

Descubrí que hay países en los que cuando el estómago protesta porque está vacío, siempre hay algo en la cocina con que calmarlo; lugares donde tomar un baño de agua caliente no es un lujo, sino una rutina; ciudades llenas de colegios a los que nos les falta biblioteca, gimnasio o comedor y centros donde hay muchísimos medios para cuidar de la salud de todos.

¿Cómo explicar lo que sentí la primera vez que monté en un ascensor? ¿Y mi cara de sorpresa al ver el funcionamiento de la lavadora?
También descubrí lo divertido que es patinar, aprendí a montar en una bicicleta a la que no le faltaba detalle y que sólo era para mí. Acudí por primera vez a un cine con una pantalla gigante, me bañé en una playa de aguas azul turquesa y temblé de emoción al entrar por primera vez en un parque de atracciones.

Poco a poco me acostumbré a desayunar mi tazón de leche y las riquísimas magdalenas que preparaban en la panadería de enfrente de casa de Pilar y Kike. La fruta fue un gran descubrimiento, pero lo que más me gustaban eran las gominolas, de todos los colores, esponjosas, ácidas, dulces o picantes. ¡Me gustaban todas!

El primer día de mi estancia en España, en ese primer verano, supe que mi vida iba a cambiar solo con ver la sonrisa con la que me recibió mi familia de acogida.

Hoy, seis años después, tengo grabadas en mi memoria todas y cada una de las imágenes de ese viaje, en el que una familia española recibió a una temblorosa niña saharaui de ocho años, con todo un mundo por conocer, y que ahora comienza sus estudios universitarios.

Este post forma parte del Concurso de Post Solidarios de la Fundación Mutua Madrileña (www.premiosvoluntariado.com)