Bajamos en silencio. La mirada atenta de mi acompañante reflejaba preocupación por mi desfallecimiento anterior. Mi mente era un caos donde las vivencias del pasado intentaban superponerse a este presente precario y lleno de inseguridades. Como dice mamá, mi cara es demasiado expresiva para jugar al póker, así que el guardia se apresuró a abrir la puerta sin proferir comentarios.
-Vamos a buscar a papá y a comer algo. Te vendrá bien -dijo Leo cuando subimos al auto.
-¡No voy a comer hasta que encuentre a Rita! -le contesté.
Se limitó a manejar sin responderme. Me hubiera venido bien una pelea con ese tonto para descargar la angustia que me arañaba la garganta. Estacionó el coche frente al edificio y, mientras iba en busca de su padre, me dejó en garantía de que zafaría a una boleta de estacionamiento.
Cuando el zorro gris se acercó, en lugar de hacer valer mi encanto, le saqué la lengua. Esta conducta lo desconcertó y sacó inmediatamente el talonario de multas que llenó sin mirarme y dejó debajo del limpiaparabrisas. Tuve un momento de malsana alegría cuando Leo la retiró y tras observarme con reproche, hizo un bollo y la arrojó a la calle. Juan, que no se perdía detalle, revolvió mi pelo con una sonrisa y subió al asiento trasero.
A pesar de mi declaración, no me negué a entrar al restaurante. Eran las dos de la tarde y mi última comida sustanciosa databa de las veintidós horas del día anterior. Leo sostuvo la puerta para que entráramos su padre y yo. Pasé a su lado y mi mirada desafiante se licuó en la chispa burlona de sus ojos. Nos sentamos al lado de un ventanal con vista al Monumento a la Bandera y al Parque que lo rodeaba, espectáculo sedante para mis desquiciadas neuronas.
Juan, que se había sentado frente a su hijo y a mí, abrió la conversación:
-¿Me contarán lo que averiguaron?
-Que Beto tampoco ha visto a Rita -resumió Leo escuetamente.
Su padre observó mi conmoción y manifestó con afecto:
-Debieras pegar la vuelta y dejar que Leo y yo nos ocupemos de localizar a Rita.
-¡No! No me iría tranquila sin saber de ella. Me voy a quedar hasta encontrarla.
-Entonces vendrás a casa -dictaminó Juan categórico.
Empecé a protestar que no quería molestar, que me alojaría
en un hotel, que me mantendría en contacto, pero fue inflexible.
-¡Insisto! La propiedad es espaciosa y nosotros estaremos más tranquilos sabiendo adónde estás, ¿no es cierto, Leo?
-Totalmente de acuerdo -asintió con seriedad el nombrado.
Me resigné con alivio. La presencia de los dos hombres era reconfortante y la tarea que me esperaba sería más llevadera con su colaboración.
La comida me cambió el humor y recuperé la esperanza. Como no sabía cuánto tiempo me quedaría, decidí armarme un vestuario mínimo y acordé con Juan y con Leo encontrarlos en la oficina antes de las veinte para partir rumbo a su casa.
Mientras hacía las compras no dejé de pensar en Rita. Rosario era grande, pero en el centro tropezaban todos. Corrí tres veces detrás de mujeres creyendo reconocer a mi amiga, pero me llevé tres chascos. Al fin, molida y desencantada, me reuní con mis protectores a las veinte y treinta. Los dos estaban a la entrada del edificio y Leo fue el primero que me vio.
Me salió al paso y mientras me alivianaba de las bolsas, me reprendió:
-¿Adónde te habías metido? ¿No quedamos en encontrarnos antes de las veinte?
Miré su rostro alterado y la respuesta hiriente que tenía a flor de boca, quedó sofocada por la intervención de Juan:
-Discúlpalo, querida. Se puso como loco pensando que también habías desaparecido.
Todavía no conoce los tiempos de las mujeres en tren de compras.
Leo se dirigió a la cochera con los labios apretados. Yo lo miré a Juan interrogante, pero él movió la cabeza con una sonrisa. Entonces supe que todo estaba bien. Leo estacionó el auto y su padre me señaló con un gesto la puerta abierta del asiento delantero. Me sonreí y dije en voz alta:
-Gracias, Juan. Pero creo que el conductor está enfadado conmigo y no sería la compañía indicada. Voy atrás.
Estiré la mano para abrir la puerta trasera y Leo se volvió velozmente para trabarla. Nos quedamos mirándonos hasta que me largué a reír y subí por la puerta que me había franqueado el muchacho iracundo.
Me acomodé a su lado y lo miré todavía riendo hasta que su extraña mirada me dio un poco de miedo.
Su gravedad no era de enojo porque sus facciones estaban distendidas, pero me contemplaba como si me viera por primera vez. Giré suavemente la cabeza hacia el frente para ocultar mi turbación y me abandoné sobre el respaldo. Vislumbré por el rabillo del ojo al inquietante Leo todavía vuelto hacia mí, hasta que se enderezó y puso en marcha el motor. Creí escuchar un suspiro de distensión desde el asiento trasero.
Hicimos el viaje charlando con cordialidad. Juan me informó que vivían en Fisherton y que volviendo temprano estaban a veinte minutos del centro. Me sentí un poco culpable porque el tránsito estaba complicado y seguramente tardaríamos más en llegar. El cansancio me provocó un sopor irresistible dentro del cual se diluyeron las voces de los hombres y el ronroneo del motor. Unas suaves sacudidas me volvieron a la vigilia. Abrí los ojos y comprobé que estaba reclinada sobre el hombro de Leo.
-¡Aquí la tierra! –me dijo divertido- ¿podrás bajar por tu cuenta o tendré que cargarte?
Esta amenaza bastó para despabilarme. Me erguí sobre el asiento y bajé con dignidad cuando Leo abrió la portezuela. Que haya metido el pié en un pozo no fue culpa del sueño sino de la oscuridad y, según me enteré después, de la maldita desidia de los vecinos que no cumplieron con su obligación. De modo que caí como una bolsa de papas y cuando me levanté ya tenía el tobillo hinchado. No acepté que me cargara sino el apoyo de su brazo para entrar saltando absurdamente en una pata. Juan, que había ingresado primero, miró la escena perplejo hasta que me desplomé en un sillón.
-¿Qué pasó? –le preguntó a mi escolta.
-Que los Torres no acabaron de rellenar los huecos que hizo su perro –le contestó, y luego se agachó para revisar mi tobillo.
-No parece haber ninguna fractura. Quédate sentada mientras busco hielo y algún calmante –me dijo, y desapareció.
-No pienso moverme de este lugar –respondí dolorida al ausente.
Juan miró mi tobillo y puso cara de circunstancia. ¡Yo no
necesitaba ésto! ¡Y precisamente ahora que debía conservar
mi integridad física para la acción!
Leo trajo prontamente el hielo y lo aseguró a mi tobillo.
-Mientras organizamos la cena dejá que haga efecto el frío, y después de comer te vas a tomar un calmante para descansar –su tono no admitía réplica.
Nuevamente desmoralizada, me encogí de hombros. Durante la espera me distraje inspeccionando la habitación en la que reposaba. Era un ambiente amplio y acogedor.
Sillones mullidos, hogar, una mesa ratona, una gran biblioteca, televisor de pantalla plana, equipo de música, bar y ventanales hacia la calle y al costado de un jardín iluminado por columnas coronadas de farolas redondas. Pensé, amargada, que me hubiera gustado husmear por toda la casa y el fondo si no hubiera tenido el estúpido accidente.
Leo me sacó de mi abstracción. Me ofreció el brazo y volví a mi oficio de canguro hasta acomodarme en la mesa de la cocina. El cuarto daba a los fondos de la casa y por la ventana pude distinguir que estaba profusamente arbolado. La cena fue liviana y me tomé el calmante bajo la atenta mirada de mi enfermero.
-Los cuartos están arriba –me advirtió, y luego llamó a mi sentido común:- si mañana querés que los dos caminemos, accederás a no saltar por la escalera.
Evalué su propuesta y luego, como niña obediente, tendí los brazos para que me levantara. Lo hizo sin esfuerzo y caminó hacia la escalera. Estar en brazos de un hombre con el que no se tiene intimidad, es embarazoso. Una no sabe cómo acomodarse. Hasta que no me depositó sobre la cama del dormitorio, creo que la rigidez había aumentado mi peso en forma considerable.
-Ya vuelvo –dijo.
Mis pertenencias estaban acomodadas sobre la otra cama y llamé a mi ingenio queriendo llegar hasta el camisón que había comprado. Se lo tendría que pedir a Leo. Como si lo hubiera invocado con el pensamiento, apareció. Traía una venda elástica y un ungüento.
-Se te deshinchó bastante –me comunicó mientras me friccionaba con la crema para que absorbiera.
Después me colocó la venda con singular maestría. Me dolía poco y sentía el tobillo casi normal.
-¿Adónde aprendiste estas artes de enfermero? –pregunté con curiosidad.
-En los cursos de primeros auxilios cuando practicaba rugby –respondió- ¿Te sentís aliviada?
-Mucho, gracias. Antes de irte, ¿me alcanzás esa bolsa
plateada?
Se dirigió hacia la otra cama y me dio lo que había pedido.
Yo aguardaba que saliera, pero se quedó curioseando lo que hacía.
-¿Qué esperás? –le solté con descortesía.
-Que saqués el camisón para volver la bolsa a la cama –me contestó amablemente.
-¿Y cómo sabés que es un camisón? –la pregunta sonó como una acusación.
-Las mujeres usan habitualmente esa prenda para dormir –dijo imperturbable- y si así no fuera, debieras pedir una bolsa sin referencias.
Leí: “Sexdream – El camisón que buscabas”. ¡Por favor! Ni siquiera me fijé en el nombre del local. Me atrajeron los modelos y los colores. ¡Sexdream! Totalmente cursi. Saqué la prenda y le tendí la bolsa. La tomó con una sonrisa de winner -para combinar con “Sexdream”-, la puso en su lugar, y se volvió con la misma sonrisa:
-¿Necesitás ayuda?
-No, gracias. Ya podés irte.
-Buenas noches, entonces.
Lo despedí con un gesto soberano. Se fue riendo y cerró la puerta tras él. Hice algunas contorsiones para desprenderme de los pantalones y por fin me calcé el camisón. Me había fascinado la seda dorada combinada con encaje beige que lo hacía harto sugestivo. A mi izquierda había un tocador con un bello espejo rectangular que reflejaba mi figura tendida. Ensayé algunas poses de diva con la cabeza ladeada, el pelo colgando y una sonrisa tonta hasta que me cansé y me acomodé para dormir. El sueño me atrapó entre pensamientos caóticos sobre este día loco.
Rita lloraba porque había rendido mal las materias y yo le regalaba mi camisón para consolarla mientras mamá y la abuela exploraban una casa que les mostraba Leo al tiempo que les hacía señas a Beto y a su empleada para que se ocultaran. Yo lo perseguía en cámara lenta para regañarlo por su conducta entretanto huía del médico que me quería poner un yeso. De pronto, Juan me interceptó y me puso las manos sobre los hombros para detenerme. Repetía mi nombre con una voz que parecía venir de lejos:
-¡Ana… Anita… Ana…!
-¿Eh…? -abrí los ojos y me encontré en una cama que no era la mía y con el rostro afable de Juan.
-¡Buen día, querida! Lamento despertarte pero dentro de un rato salimos para el centro. Abajo te espera el desayuno. Si necesitás ayuda para bajar…
-Gracias, Juan –le sonreí- enseguida estaré lista.
Apenas cerró la puerta moví cuidadosamente el pié y pude comprobar que no me dolía. Me higienicé, me vestí en tiempo record y me reuní con Juan. Tomándome del pasamano pude bajar sin ayuda hasta la iluminada cocina donde esperaban Leo y el desayuno.
-¡Buen día! –dije con una sonrisa mientras increpaba a mi estómago que gruñía tratando de hacerse con las medialunas.
-¡Hola, lech… Ana! –contestó Leo demostrando una admirable celeridad para reparar errores, y siguió:- veo que podés caminar bien.
-Sí. Por ahora no haré ninguna demanda al perro. Y gracias por tus servicios profesionales.
-…Que no dejaste que terminara… -dijo intencionadamente.
Me senté sin contestar y comimos el sustancioso desayuno.
-¿Cuáles son tus planes? –me preguntó Juan.
-Primero voy a llamar a mamá antes que pida a gendarmería que me entren a buscar.
Después voy a ir a la Facultad para ver si obtengo alguna pista de Rita. A continuación me voy a llegar hasta el hotel Riviera adonde paró en otros viajes. Alguien la recordará y podrá darme algún detalle que me ayude a ubicarla. Y si no obtengo ningún resultado, me colgaré una piedra del cuello y me tiraré al río –todo esto dicho mientras sorbía mi segunda taza de café.
-Antes de tomar tan drástica decisión, vení a buscarnos a la oficina para comer tu último almuerzo –aportó Leo insensiblemente.
Le hice una mueca y me levanté de la mesa. Mi pie me aguantó bien y las zapatillas sostuvieron la venda en su lugar. Salimos a un espléndido día de otoño que contrastaba con el calor del día anterior. Mientras viajábamos hacia la Facultad saqué el celular y le hablé a mi madre:
-¡Hola, ma…!
-..............
¡No pude! No tenía un teléfono a mano.
-..............
-Se acabó la carga de mi celular…
-..............
-Quédate tranquila. Estoy parando en la casa de Juan.
-..............
¡No, no tienen teléfono fijo ni celular!
-..............
-¿Quiénes…? Juan y Leo, obviamente –Leo me miraba sonriendo como un fauno mientras yo me enredaba cada vez más con la conversación.
-¡Te lo juro! No lo digo para tranquilizarte –y antes de que pudiera agregar más:- Ahora me tengo que bajar del auto. Esta noche te llamo. Te quiero, mamacita –y corté la comunicación apagando seguidamente el teléfono. Mi índice enhiesto le advirtió al muchacho latoso que los comentarios sobraban. Me dejaron en la Facultad después de convenir que los pasaría a buscar por el local.
-¡No caminés demasiado! –me advirtió Leo- Manéjate en taxi.
Hice un gesto de asentimiento e ingresé a la alta casa de estudios. Preguntando llegué a Secretaría y logré que un granujiento empleado se afanara buscando señas de Rita. Cuando hizo de goma la base de datos y no apareció mi amiga ni por apellido, documento, nombre, carrera, año de ingreso, fecha de nacimiento, me di por vencida y acepté que nunca había pasado por esa Facultad. “Y por ninguna”, me dijo el empleado. “Porque los datos están cruzados con los de todas las universidades de Rosario”.
Le eché una mirada vacía y me volví sin agradecerle pensando que sería en vano permanecer en un sitio donde nadie la había llegado a conocer. Me quedé parada en la calle rumiando la revelación. Después de un rato busqué una parada de taxis para ir a mi segundo destino. ¿Me habría llamado desde ese lugar o habría fraguado las comunicaciones? ¡No, no puedo creerlo! ¿Con qué intención? ¿Por qué inventó lo de la carrera? Y yo que la alenté cada vez que tenía que ir a rendir… ¡Lo que se habrá reído! ¡Pero qué estoy pensando! Rita es mi mejor amiga y su comportamiento tiene que tener alguna explicación… Bajé frente al Riviera deteniendo mis pensamientos. Un amable conserje me atendió.
-¿La señorita Rita Acosta? Déjeme ver –se volvió hacia la P.C. y manejó el mouse con pericia- La última vez que se alojó aquí fue en enero.
Respiré más relajada. Coincidía con el viaje que hizo para averiguar la fecha de las inexistentes mesas de examen.
-Tenía que rendir dos materias. ¿Por qué cree que no se hospedó en este hotel? ¿Tuvo algún problema? –pregunté buscando una explicación.
-Ella no. Pero sí su acompañante –dijo en tono confidencial.
Obligué a mi rostro a que no trasluciera mi sorpresa. Dije en tono casual:
-¿Estaría con su ex marido o su novio actual? Estaba casi a punto de reconciliarse –agregué también yo confidencialmente.
-Bueno, el hombre se apellida… ¡Pérez! –dijo triunfalmente cuando lo ubicó en la computadora.
Pérez no me decía más que era un apellido inventado. Traté de que me diera la descripción:
-¿Era morocho... joven…? –lo incité a que prosiguiera.
-No. Era castaño. Y joven. Y de mal carácter, por cierto. Se enojó mucho cuando el conserje nocturno le pasó una llamada ignorando que había dejado orden de comunicar que no había nadie en la habitación.
-¡Ah! –dije como si entendiera- estaba con su ex marido. ¿La escuchó nombrarlo alguna vez?
-¡No, no! Nunca se hablaban. Ella lucía siempre muy nerviosa, como temiendo que alguien la reconociera. Tal vez su novio, ¿no cree? –dijo en tono intimista.
-Gracias por su información –dije, queriendo salir corriendo de ese lugar.
Afuera, o el tiempo se había puesto más caluroso o era yo la que estaba sofocada por los increíbles descubrimientos de esa mañana. Como no tenía deseos de colgar una piedra de mi cuello, busqué en mi agenda el último recurso que no había confiado a mis anfitriones: el teléfono de una amiga que Rita había hecho en Rosario. Antes de llamarla, entré en un barcito que anunciaba tener aire acondicionado. Pedí una botella de agua mineral bien fría y marqué el número. A pesar de que eran las diez de la mañana, me atendió una voz adormilada.
-¿Lidia? –pregunté a la voz pastosa.
-Sí. ¿Quién habla?
-Mi nombre es Ana y soy amiga de Rita, ¿la ubicás?
Se hizo un silencio. Luego me respondió:
-Sí. ¿En qué te puedo ayudar?
-Estoy de paso en la ciudad pero no sé dónde buscar a Rita para darle un recado de su madre. Pensé que podrías conocer su paradero.
De nuevo el silencio.
-Lo siento. Hace más de dos meses que no la veo.
Busqué desesperadamente un argumento que me permitiera entrevistarme
con ella. Estaba segura de que sabía sobre la pareja de Rita.
-Lo mismo me gustaría verte, Lidia. También tengo un obsequio que Rita me confió para vos y que olvidé traer el mes pasado.
-Dentro de un rato bajaré a desayunar. Si querés, nos encontramos en el bar de enfrente de mi casa.
Asentí y le pedí la dirección. Antes de tomar un taxi entré en un minimarket y compré un bolsito bordado en piedras de colores para justificar mi fábula del regalo. Cuando llegué al bar no había más que dos mesas ocupadas por sendos lectores de periódicos, por lo que pedí otra agua mineral y me dediqué a vigilar la puerta. ¡Así que yo no estaba equivocada cuando atribuía el cambio de Rita a un asunto amoroso! ¿Pero no era demasiado recelo el suyo considerando nuestra amistad y mi discreción?
Ella me conocía lo suficiente como para saber que no cuadraba con mi personalidad el juzgar a la gente, salvo -para ser plenamente veraz- a su hermanastro.
¿Por qué me escocía a través de tantos años el recuerdo de la conducta impropia de este muchacho cuando ni su familia la recordaba? ¿Será porque…? Mi monólogo interior se truncó al abrirse la puerta del barcito por la que ingresó una joven con aspecto de… yiro, diría mi abuela Antonia. Estaba vestida de negro. Una falda corta y ajustada por donde asomaban dos esbeltas piernas enfundadas en medias negras caladas y montadas en altísimos zapatones con incrustaciones de cocodrilo; una blusa desabotonada debajo de un chaleco con tachas, y toda parte libre de su anatomía adornada por collares, pulseras, anillos, aros y tobillera plateados.
El enorme reloj pulsera descollaba en su delgada muñeca como el cargado maquillaje en su rostro a esa hora del día. Cuando echó una mirada a su alrededor, presumí que me estaba buscando. Le hice una seña visible desde la mesa, hacia la cual cargó con determinación.
-¿Lidia? -le pregunté apenas se acercó sin dejarme perturbar por sus largas uñas esmaltadas de… negro.
-Vos sos Ana, supongo -respondió corriendo una silla y acomodándose.
-Así es -le contesté, sin decidirme a saludarla con el consabido beso en la mejilla o no. Daba la sensación de que no.
-¡Colo! -gritó hacia el muchacho pelirrojo que atendía las mesas- ¡Tráeme el desayuno con tres medialunas!
A mí ni siquiera me preguntó si quería acompañarla. ¡Rara amistad la que había hecho Rita! No encajaba con sus afinidades de antaño. Pero era innegable que todo había cambiado y cuanto antes me acostumbrara, mejor. Saqué el regalo de la bolsa (gracias a Dios venía bien envuelto porque no era compatible con su perspectiva del color) y se lo entregué:
-Esto te lo manda Rita -dije rogando que no lo abriera.
-Gracias -lo guardó dentro de su inmenso bolso sin mirarlo y me
observó con apatía.
¿Cómo podría simpatizar con esta mujer y lograr un
buen feedback? En general, yo era muy sociable y no me costaba esfuerzo
familiarizarme con alguien. Empecé por alabar su atuendo:
-¡Me encantan tus zapatos, Lidia! Deben ser muy cómodos.
-No. Pero me gustan.
-¿Adónde compraste el bolso? Necesito uno que tenga esa capacidad -seguí sin achicarme.
-Me lo regalaron.
-¡Qué lástima…! Digo. Porque no sabrás
de dónde es.
Me lanzó otra mirada estólida.
-¿Estudiaban juntas?
-Que yo sepa, Rita no estudiaba nada.
¿Qué otra estupidez tendría que vomitar a continuación?
-Para serte franca, Lidia, lo que quiero saber es con quién y dónde está Rita -dije sin eufemismos.
-¿Sos su mejor amiga y no sabés con quién anda? -se permitió sonreir.
-No -contesté con fastidio.
El Colo llegó con el desayuno y me preguntó con amabilidad
si deseaba algo. Le agradecí y le dije que no. Lidia empezó
a comer con apetito mientras yo la esperaba con aparente tolerancia. Cuando
terminó, volvió a dirigirme la palabra:
-No te voy a contar nada sin su aprobación. Por algo será
que no confió en vos.
Sentí que la bronca me invadía. ¿Cómo se arrogaba esta infeliz el derecho a desconfiar de mí? El barómetro de mi cara la inquietó y se apresuró a manifestar:
-Te propongo que nos encontremos aquí mañana al mediodía. Después que hable con ella sabré qué decirte -declaró, echando abajo su aseveración de que hacía meses que no la veía.
-Si me das el teléfono o la dirección te ahorrarás la molestia -le propuse contrariando toda lógica.
Se levantó y repitió:
-Mañana -y se fue sin pagar la cuenta.
Llamé al mozo sumida en una sensación de fracaso y humillación. No por la cuenta, ciertamente. Sino por no haber podido moderar mi carácter en pos de un entendimiento que me hubiera revelado el paradero de mi amiga. Pagué y miré la hora. Faltaban casi dos para reunirme con Juan y con Leo y estaba absolutamente pinchada. Salí con el ánimo de volver caminando hasta agotar mi desaliento cuando me acordé del esguince. Tenía que hacer tiempo hasta el mediodía y necesitaba compartir esta maraña con alguien (¿Leo?) que fuera criterioso y de paso me consolara un poco. Mamá no. Porque se pondría tan loca con mis andanzas que debería soportar su ansiedad amén de la mía. Entonces… ¡Mi abuela Antonia! ¡Definitivamente! Entré a un locutorio que había en la cuadra y me instalé en una cabina para hablar con ella.
Colaboración de Carmen Retamero
Argentina