IV/VI
Madrugué tras una noche de sueño intranquilo. Mi tobillo seguía mejorando pero me volví a poner la venda por precaución.
En la cocina, la cafetera encendida y una bandeja con medialunas daban cuenta de que alguien había amanecido antes que yo. Me serví una taza de café con leche, tomé una factura y salí hacia el fondo de la casa. Leo estaba por subir al auto que se encontraba reparado bajo un tinglado de polipropileno.
-¡Buenos días! -exclamé en voz alta para llamar su atención.
-¡Hola, lechuza! -me saludó con desenfado, y agregó:- ¿Cómo pasaste la noche?
-Así, así… -le dije- ¿Adónde vas tan temprano?
-A visitar a mi perro. Ayer no me pude llegar hasta la veterinaria.
-¿Está enfermo?
-No, está en la guardería.
-¿Lo tenés en una guardería habiendo aquí tanto espacio? -me escandalicé.
-Cuando acordamos que vinieras a casa le pedí a mi vecino que se lo llevara para no inquietarte. ¡No me vas a decir que ahora te gustan los perros!
Me quedé boquiabierta. ¡Adoraba a los perros!
-¿Quién te dijo que no me gustan los perros? -recalqué asombrada.
-Yo. No me olvido de que hace quince años te dio tal ataque de histeria cuando viste a Sultán, que mi madre amenazó echarme junto con el perro.
El pasado me fulminó como un rayo.
Rememoré al pobre animal sarnoso que tanto había disgustado a Rita y a su madre, a la niña dominada que colaboró con el rechazo, al posterior arrepentimiento que me llevó con el correr de los años a adoptar a cada perro abandonado que se cruzaba por mi camino y al dolor, no comprendido entonces, del muchacho que me miraba a través del prisma del tiempo. Sacudí la cabeza y pasé a explicarle:
-Esa no era yo sino la incondicional amiga de Rita. Me rogó que la ayudara a “espantar a ese horroroso animal”; textuales palabras. La apoyé a costa de enmendar cada día mi imperdonable conducta llenando de animales desamparados mi casa y la de Antonia, hasta que me dijeron basta.
La expresión de Leo se había distendido y una lucecita de complacencia bailoteó en sus ojos. Me preguntó interesado:
-¿Y qué hiciste?
-Aunque no lo creas, no me di por vencida y conseguí un predio donde instalé y atendí a perros y gatos. Mi perseverancia logró con el tiempo que vecinos y parientes se acercaran a darme una mano y ahora tenemos una Institución que los protege, con veterinario y todo -hice una pausa antes de terminar- Se llama “Fundación Sultán”.
Esto último lo confesé abochornada por mi implícito reconocimiento de culpabilidad.
Leo estuvo a mi lado en un santiamén. Me abrazó con un cariño libre de insinuaciones y su consolador apretón me confirió el perdón que perseguí durante quince años. Tal vez por eso lagrimeé un poco sobre su remera. Cuando nos separamos pasó los dedos suavemente por mis mejillas para borrar los rastros del llanto sanador.
-A Sultán lo ubiqué en la casa de un conocido mediante una apuesta que gané y vivió varios años bien atendido -aseguró mirándome frontalmente, y a continuación:- ¿Vamos a buscar a Demian?
-Vamos –murmuré debilitada por la expiación y dejando el pocillo sobre el antepecho de una ventana.
En pocos minutos estuvimos en la veterinaria donde un cartel anunciaba “ATENCION LAS 24 HORAS”. Antes de bajar, Leo se volvió hacia mí y señaló:
-Demian es educado pero muy expresivo. No te asustés si te salta
encima para saludarte.
Parecía preocupado y eso me divirtió, porque después
de tratar con cientos de animales lo que menos me inquietaba era un perro
doméstico. Lo seguí hasta la sala de espera donde me presentó
a un hombre maduro y muy simpático:
-Ana, este es el Dr. López, Fonso para los amigos. Fonso, te presento
a Ana.
Nos tendimos la mano con una sonrisa y el veterinario invitó:
-Vengan conmigo para que el muchacho impaciente no me destruya la recepción.
Fuimos detrás de él hasta un espacioso fondo de tierra donde
se relacionaban amistosamente varios ejemplares caninos. Un hermoso setter
irlandés, cuyo pelaje fulguraba al rayo del sol, se abalanzó
hacia nosotros como una flecha de fuego.
A escasos centímetros de Leo se quedó sentado esperando un signo de autorización. Me asombró tanta contención, siendo que conozco el carácter de estos vivaces animales. Cuando su amo le extendió una mano, le apoyó las patas sobre el pecho y le lamió la cara jubilosamente. Leo lo abrazó y le indicó que se sentara.
Mientras lo acariciaba me hizo una seña, a la que obedecí como el perro, para que me acercara. Tomó mi mano y la arrimó a la cabeza de
Demian mientras le recomendaba:
-Demian, ella es Ana, y deberás obedecerla como a mí.
La risa que me atacó al escuchar esta petición puso en movimiento
al animal que arremetió contra mi impecable remera blanca.
-¡Abajo, Demian! -le ordenó Leo.
Después de prodigarme varios lengüetazos se subordinó a la orden de su amo y se sentó ofreciéndome la pata derecha. La tomé y recorrí con suavidad su cabeza y las flecudas orejas.
-¡Hola, perrito hermoso! Tu dueño quiere que seamos amigos. Yo, no tengo inconvenientes, ¿y vos? -le dije mientras le daba un beso en la testa.
No saltó para aceptar mi propuesta porque estaba atento al gesto represor de Leo, pero me contestó moviendo la cola con énfasis. Después de entendernos, nos despedimos de Fonso y volvimos a buscar a Juan.
Demian hizo el viaje asomando la cabeza por la ventanilla del asiento trasero y volviéndose de vez en cuando para apoyar su hocico contra mi cuello. Apenas llegamos a la casa, corrió hacia el fondo adonde lo encontramos haciéndole fiestas a Juan.
-¡Aquí están los dos! -exclamó mi potencial futuro suegro, y dirigiéndose a mí:- Por un momento temí que te hubieras ido, ya que a decir de Leo…
-¡Me equivoqué, papá! -lo interrumpió.
-¡Bueno, bueno! Mejor así -dijo afablemente mientras rascaba a Demian.
-Voy a traerle agua y comida -anunció su hijo.
Lo miramos mientras se alejaba seguido por el perro. Me senté al lado de Juan y aspiré el fresco aire de la mañana perfumado por los pequeños jazmines de la enredadera.
-Es un buen hombre, mi hijo -aseguró como si hablara para él mismo.
Era una afirmación tan precisa que sólo pretendía ser compartida. No pude coincidir con él porque yo estaba contaminada por los recuerdos. Por un instante quise preguntarle cómo encajaba su hombría de bien con el robo de las joyas, pero me pareció demasiado cruel.
Los padres siempre disculpan a los hijos y esa respuesta sólo tendría valor de labios de Leo. Suspiré hurtándole la mirada mientras me arrellanaba en el cómodo sillón. Leo apareció acarreando la comida y la bebida de Demian que depositó bajo un árbol.
-¡Qué silenciosos que están! -observó mientras se nos acercaba.
Juan y yo le dispensamos una sonrisa. El padre se levantó y le manifestó:
-Me voy a llevar mi auto así no estarán pendientes de mis horarios. Voy a estar esperando cualquier novedad.
-Yo puedo estar en la oficina hasta el mediodía -ofreció
Leo.
Juan hizo un gesto de negación y propuso:
-¿Por qué no la invitás a pasear? Se les pasará
el tiempo más rápido hasta la hora de la cita.
El hijo no protestó y Juan fue a buscar el coche. Saludamos a Demian,
subimos al auto y enfilamos hacia el centro. Leo condujo hasta las inmediaciones
del Parque España y lo dejó en una cochera.
A medida que caminábamos por los anchos veredones fui saliendo del mutismo. Tropezamos con un agradable barcito y nos sentamos en una mesa ubicada a la sombra de un frondoso tilo.
-¿Qué vas a tomar? –me consultó Leo cuando se acercó el mozo.
-Café.
-Dos cafés, por favor –indicó mi compañero.
Mientras esperábamos el pedido advertí que Leo me observaba
llanamente.
-¿Qué mirás? –le pregunté a quemarropa.
Mostró sus dientes perfectos antes de contestarme:
-A vos. A la lechucita que se convirtió en mujer. Y cuanto más te miro, más evoco a la nena que me enloquecía con sus caprichos. Aunque no lo reconozcas, fui bastante estoico hasta… hasta que se me acabó la paciencia. ¿Te acordás cuándo fue? -dijo.
Lo contemplé divertida porque sí me acordaba. Me había acostumbrado tanto a la compañía de Leo que, después que me sacaron el yeso, me pegué a él como una estampilla.
Aguantó bastante bien mientras no interferí en sus incipientes escarceos sentimentales, pero después que osé desviar a una posible conquista desde el centro hasta un cruce de caminos -donde nunca se encontraron- se enojó tanto que me evitó como a la peste.
-Como dijiste: juegos de niños -le recordé.
-Tuché -se rió, y agregó:- María Paz jamás me perdonó el ataque masivo de mosquitos que sufrió durante las dos horas de espera, ¿no te remuerde la conciencia?
-Parece que eras un chico muy popular para que te esperara tanto tiempo y acribillada a picaduras. Nunca lo hubiera creído… -hice caso omiso a su pregunta.
Me evaluó con una expresión de socarrona incredulidad. Le sostuve la mirada como si disputáramos una pulseada, dispuesta a entumecerme los ojos si fuera necesario.
La llegada de una mujer muy parecida a Rita me sacó de la contemplación. La realidad me abrumó con el peso de los descubrimientos que me alejaban cada vez más de una amistad idealizada y del prototipo de persona que creía ser.
Si mi amiga no confiaba en mí, si mi abuela recelaba de mis reacciones, si mis sentimientos por Leo invalidaban mis convicciones éticas, ¿quién carajo se ocupó de inculcarme que la amistad, el amor, la moral, los sentimientos filiales, la integridad, definían mi temperamento? Una dolorosa nostalgia por la inocente Ana que se desdibujaba en el pasado me apretó la garganta.
La mano del hermano de Rita cercó cálidamente la mía como si quisiera confortarme por los pensamientos que ensombrecían mis facciones. La retiré por no seguir pactando con ladrones de joyas. Suspiré y le pregunté:
-¿Qué hora es?
-Apenas las once. ¿Querés caminar un poco?
-Vamos -le contesté con apatía.
Nos levantamos y recorrimos la plaza aledaña a la costa. Cruzamos a la altura de las instalaciones municipales y bordeamos los patios dominados por vigorosos cipreses que el viento aspiraba quebrantar. Me quedé, hasta recuperar el equilibrio, con la vista perdida en el sedante vaivén de las afiladas copas. Leo permaneció a mi lado en un silencio respetuoso que aceleró el proceso de reparación. ¿No era una actitud demasiado considerada proviniendo de un ratero?
-¿Por qué creés que Rita haya cambiado tanto? -le pregunté, esperando escuchar una respuesta solvente.
-Depende de lo que entiendas por cambiar. Mi hermanita nunca fue una niña ingenua como vos, y mi madre malogró con su obstinación muchos aspectos que la hubieran rescatado del egoísmo y la hipocresía. Me fui de casa agotado por discusiones infructuosas sobre situaciones que ella se negó a reconocer.
Imagino que todavía debe pensarme como el mal hijo que pretendía arruinar su reciente matrimonio… -algo de tristeza se le coló en la pausa.
No sé si era el momento más adecuado para extirpar el absceso que me venía torturando desde hacía catorce años, pero fiel a mi estilo, me lancé:
-¿Y no debiera estar molesta porque te fuiste con sus alhajas, aunque no te haya denunciado? -mi tono era acusador.
Mi acompañante me miró consternado. Tardó en contestarme como si estuviera buscando alguna justificación. Cuando habló, su voz sonaba desdeñosa:
-Veo que se ocuparon de cuidarse de las habladurías. Total, no quedaba nadie para refutarlos. ¿Así que le robé las alhajas? En todo caso, se las restituí a mi padre puesto que eran suyas y mi madre se negó a devolverlas. Y quien roba a un ladrón…
No terminó de refranear porque mi mueca de incredulidad le debió causar tanta gracia como sobresalto. Me cerró la boca colocando su pulgar y su índice entre mi barbilla y el puente de mi nariz, mientras inquiría:
-¿Creíste todos estos años en la invención de mi madre?
Bajé la cabeza avergonzada por no haber cuestionado nunca la versión de Telma aunque adorara a Leo. Mi única disculpa era que había quedado descerebrada de sólo escuchar que mi ídolo hubiera cometido un acto inmoral.
-Ahora entiendo tu hostilidad permanente -discernió él, y agregó con benevolencia:- La honrada lechucita rechaza al hijo deshonesto… ¿No te parece demasiado tiempo para perseverar en estos sentimientos?
Le di la espalda porque me sentía sumamente expuesta a su mirada ahora que no había restricciones para amarlo. Antes de volverme miré el reloj y vi que eran las doce. Me aboqué al asunto que me había traído a Rosario:
-Es hora de que nos movamos, Leo -le comuniqué como si fuera mi subalterno.
-¡A la orden, señorita! -respondió a mi tono mandón.
Esbocé una sonrisa y ajusté mi paso a sus zancadas. Ya instalados en el auto, pensé que sería desventajoso que Lidia me viese acompañada. Se lo comenté:
-Me parece que es mejor que entre sola, Leo. No quiero que la amiga de Rita se espante.
-Que hayas dudado de mi atractivo de jovenzuelo, vaya y pase, pero que consideres que puedo espantar a una mujer…
Le di un codazo en la costilla como si no fuese manejando. Evidentemente Leo era un conductor de reflejos rápidos o ya tenía caladas mis reacciones porque no se desvió un ápice del camino mientras se reía sin tapujos.
-¡Eh! -me previno- Que un accidente lo vamos a sufrir los dos.
-Hablo en serio. Voy a entrar sola. Si necesito ayuda, te llamo -le dije terminante.
-Bueno, bueno. Intuyo que no tengo alternativa. Por las dudas, te espero con el auto en marcha -bromeó.
Como no encontró espacio para estacionar frente al barcito, lo dejó a la vuelta y bajamos juntos. Me previno:
-No te sorprendas si me ves entrar. Me voy a sentar en una mesa a tomar un café mientras vos tratás de informarte con la amiga de mi hermana.
-¿Y si ella te reconoce?
-¿Cómo podría? No creo que Rita le haya hablado de su hermano mayor.
Sonaba lógico. Cerca de la puerta me adelanté y entré sin mirar atrás. Había más concurrentes que el día anterior pero Lidia no estaba. La mesa que había ocupado ayer parecía esperarme y el mozo también era el mismo. Pedí un café y escruté la ventana. Leo había desaparecido de escena, así que me enfoqué en la puerta.
Esta vez Lidia entró acompañada por un hombre joven y de músculos desarrollados. Ahora eran dos los que vestían de negro pero él tenía menos adornos que la mujer. Se acercaron y se sentaron a la mesa sin preámbulos. Yo dije:
-Buenos días -con una sonrisa dirigida a los dos.
Al hombre el simple saludo pareció desconcertarlo. Lidia reaccionó:
-Hola. Éste es Julio.
Yo asentí con un movimiento de cabeza y me concentré en la mujer:
-¿La viste a Rita? -traté de que mi voz no sonara demasiado ansiosa.
-Sí. Pero no quiso saber nada de verte. En realidad, creo que no quiere encontrarse con nadie de su familia -dijo lapidariamente.
-Debe haber alguna manera de conectarnos -insistí.
La pareja se miró en un diálogo sin palabras. El forzudo tomó la palabra:
-¡Jemm! -se aclaró la garganta- Me late que tenemos que ser directos. Vos querés ver a tu amiga, nosotros sabemos adónde está, vos tenés la biyuya y nosotros la necesitamos.
¡Jemm! ¿Se entiende?
¡Vaya si lo entendía! Era nada más y nada menos que un chantaje.
-No sé a lo que se refieren con que tengo la biyuya -dije.
-¡No te hagás la mosquita muerta! Rita nos dijo que tu familia es una de las más importantes del pueblo -siguió el patán.
¿Cómo se había acercado mi amiga a semejante dúo? Evidentemente yo había convivido con una extraña.
-Mirá -le contesté a Julio- empecemos por no agraviarnos. El hecho de pertenecer a una familia representativa no implica tener plata. Pero estoy dispuesta a darles una gratificación por su ayuda.
-La gratificación la ponemos nosotros -dijo Lidia- y queremos diez mil pesos.
-¡Ja! -me salió espontáneamente- ¿Y de dónde piensan que los voy a sacar?
-De tu abuela, por ejemplo -replicó la mujer.
Volví a ojear la ventana, pero mi socio no estaba a la vista. ¿Sería yo capaz de negociar con estos estafadores? Por lo pronto, no me causaban temor sino enfado. ¡Tener la desfachatez de lucrar con la desesperación ajena! La bronca me envalentonó para apremiarlos:
-Dejemos de lado a mis parientes. ¿Qué tal si denuncio en la policía la desaparición de mi amiga y agrego tus datos para que te interroguen? - amenacé a Lidia.
Ella no se inmutó. Apoyó la barbilla sobre sus afilados dedos y me contestó con parsimonia:
-Hacelo si no la querés volver a ver. Ya tiene los pasajes comprados
para un lugar que ni yo conozco y bastará un llamado para que se
vaya. ¡Ah! Y es tu palabra contra la mía…
Eso ya lo sabía y era posible que, dado su insolencia, fuese yo
la detenida en un careo. Pero más me preocupaba el matiz de veracidad
que tenía su advertencia. Así que decidí hacer una
oferta más acorde con mis finanzas.
-No puedo garantizarte más de cinco mil pesos -y anticipándome a su protesta:- Es mejor que lo aceptés porque es lo único de lo que puedo disponer sin despertar sospechas. Cinco mil, o nada -dije con firmeza.
Julio no opinó. Era indudable que las decisiones las tomaba Lidia. Se dio cuenta de que mi oferta era concluyente y después de un silencio, aceptó:
-Está bien. Necesitamos la guita. ¿Cuándo la podés juntar? Porque lo que no te aseguro es cuánto tiempo se quedará.
-Al cierre de bancos tendré la transferencia. ¿Cómo haremos la transacción? -me imaginaba a Rita avanzando hacia mí mientras Lidia estiraba la mano para recibir el sobre.
-El trato es el siguiente: vas a dejar la plata en un casillero del correo central. Julio te llevará hasta el alojamiento de Rita porque a él no lo conoce. Apenas la veas y antes de hablar con ella, le das la ubicación de la llave a Julio. Él me avisa por el celular y yo busco la plata. Si todo está bien, te bajás del auto y que Dios te ayude. Si no, él te va a traer de vuelta mientras yo le aviso a Rita que desaparezca. Sencillo, ¿no?
La idea de compartir un viaje con ese indeseable no era de mi agrado, pero me dije: “Todo sea por el recuerdo de mi mejor amiga”.
-¿Adónde nos encontraremos? –pregunté, desechando mis prevenciones.
-Aquí mismo. A las cinco para darte tiempo a completar todos los trámites -siguió disponiendo la mujer.
Esta vez yo me adelanté a abandonar la mesa y los dejé a los dos para que se arreglaran con el mozo. Salí a la calle y miré con disimulo a mi alrededor para ubicar a mi invisible protector. Al llegar a la esquina una mano me tomó del brazo y el envión me estampó contra el fornido cuerpo de Leo. Mi exclamación de susto se ahogó contra la palma de su mano y su cálido aliento siseó contra mi oreja para silenciarme.
-¡Shhh! ¡Que te pueden estar siguiendo…!
¿Tenía su voz un tonito festivo? Lo empujé indignada y le espeté:
-¿Adónde estabas cuándo eras necesario?
-En la mesa de atrás. ¡Me impresionaste con tu acuerdo!
¿Cuándo había entrado? ¡Eso no tenía importancia ahora! Lo que me ponía furiosa era que en vez de velar por mi seguridad se divirtiera a mi costa. ¿Desde cuándo tenía necesidad de que velaran por mi seguridad? Deseché esa sensiblería y me concentré en su entonación:
-Si necesitabas protagonizar una serie policial, lo hubieras hecho en la adolescencia -le dije ofendida mientras empezaba a caminar.
-¡Ey, ey, lechucita! -frenó mi estampida cerrándome el paso- El auto está para el otro lado. Y perdoname por la broma… pero no me pude resistir a entrar en el juego.
-¿Juego? ¡Lo que está en juego es la posibilidad de volver a encontrarme con tu hermana! -grité más enojada que antes, mientras volvía sobre mis pisadas.
Leo hizo un gesto conciliatorio y tuvo el buen tino de no hablar. Se colocó a mi derecha adelantando apenas la marcha para guiarme hacia el vehículo. Yo no estaba dispuesta a iniciar ningún diálogo, pero sus intenciones no eran las mismas. Dejó el auto en la cochera habitual y cuando salimos me tomó del brazo.
-Antes de encontrarnos con mi padre, vos y yo vamos a charlar -anunció con serenidad.
Si lo hubiera dicho con prepotencia, no lo hubiera obedecido. Pero su
tono era incluyente a pesar de la decisión. Lo seguí hasta
un barcito que estaba en la esquina del edificio y nos acomodamos en el
fondo. Pedimos agua mineral y esperé la charla anunciada que comenzó
con un interrogatorio:
-Primero. Ana: ¿estás realmente dispuesta a darles a esos malandrines un rescate por la información? -y antes que pudiera contestar:- Segundo: de ser así, ¿adónde conseguirás el dinero?
-A lo primero: sí. A lo segundo: aunque no lo creas, tengo recursos propios ganados con el sudor de mi frente -dije con cierta petulancia.
-Bien. Suponiendo que admita esto, es inaceptable que te subas a un auto con ese sujeto -declaró.
No hubiera podido decir nada más impropio. ¿Todavía no se había dado cuenta que las imposiciones alimentaban mi rebeldía? Tampoco se había interesado por el origen de mis fondos. Yo tenía mis propios planes y decidí no fomentar cualquier discusión que los malograra.
-De acuerdo. Después que retire el dinero hablaremos del paso siguiente -y me dediqué a beber mi agua.
Leo ya no estaba jugando. Me escudriñaba tratando de interpretar a través de mis facciones la rápida aceptación. Para distraer su atención, le propuse:
-¿Por qué no me acompañás al banco a extraer la plata? Así podremos almorzar más tranquilos.
Llamó al mozo con un gesto y después de pagar, fuimos hasta el Banco de Galicia adonde tenía mi cuenta de ahorros. Salimos veinte minutos después con mi saldo agotado y el soñado viaje al Sur en el fondo de mi cartera.
Después de todo, al haberlo programado con Rita, los ahorros carecían de finalidad. “Borrón y cuenta nueva”, me dije. Ya tendría oportunidad de conocer los confines de mi país. ¿Tal vez en viaje de bodas? Me pareció soberbio.
Entreverada con estas digresiones me encontré, de pronto, ante la puerta de la oficina de los Dumas. Antes de entrar escuché una voz que me hizo volver azorada hacia Leo. Él, sin entender mi vacilación, abrió la puerta y vualá, no me había equivocado. Mi mamita, reforzada por mi abuelita, charlaba animadamente con Juan. Cuando nos vieron llegar, mamá se levantó de la silla y corrió a darme un abrazo:
-¡Ana, tesoro! ¡Ya no podíamos más con la preocupación y vinimos a darte una mano!
Por encima de su hombro miré a Antonia que me sonrió como disculpando a su hija. ¡Si yo sabía que la preocupada era mi madre! Le di un beso y deshice el abrazo para mirarla con una sonrisa aprobadora. Estaba muy juvenil con ese conjunto de corderoy borgoña y la musculosa blanca que se adhería a su bien formado torso. Observé que Dumas padre se sonreía bobaliconamente.
Mientras el hijo saludaba a mamá, me acerqué a la abuela y la abracé con cariño pasando la mano por su cuidadoso peinado, cosa que la ponía loca. Riendo, me dio un empujón y se volvió hacia Leo:
-No cabe duda de que sos Leonardo -le dijo afectuosamente.
El muchachón le dio un beso y tomándola de las manos, le recordó:
-Pasta frola los sábados y budín de pan los domingos. ¿Siguen los chicos de Tres Sendas deleitándose los fines de semana?
-Hasta que me respondan las manos -aseveró, desacreditando a su progresiva artritis.
Antonia estaba gratamente sorprendida. Supongo que no imaginaba que Leo recordara a través de los años los deliciosos postres con que agasajaba a mis amigos. Lo estudió de pies a cabeza y él soportó el examen con cordialidad. Abuela hizo un gesto de complacencia e intentó involucrarme en su conclusión:
-¿No te parece, Anita, que este apuesto joven sería un buen partido para cualquier muchacha?
Leo esperaba mi respuesta con regocijo. Yo le hice una pantomima desafiante y aseguré:
-Sí. Para cualquier muchacha que recién lo conociera -y aprovechando el fiasco de Antonia, anuncié:- Tengo que ir al baño.
Salí con rapidez y me dirigí hacia la escalera previa comprobación de que nadie me seguía.
Bajé los ocho pisos con celeridad y tomé uno de los taxis de la parada. Dentro del auto, me sentí en libertad para llamar a Lidia y cambiar el lugar y hora de reunión.
No quería que Leo interfiriera en este operativo porque en su afán de no exponerme, corría el riesgo de que Rita se fuera con su secreto.
Antes de instalarme en el bar por donde Julio me pasaría a buscar, pasé por el correo y dejé la plata en un casillero. Abandoné el taxi en Italia y Córdoba y entré al café que estaba orientado hacia el punto cardinal opuesto al de la cita original.
Le confié la llave al cajero, segura de que iba a reconocer a Lidia aunque no le mostrara el documento y me senté en una mesa esperando la hora del encuentro.
Colaboración de Carmen Retamero
Argentina