Está bien, ya sé que se acabó.
Nuestro instante favorito ya no es nuestro por unos días. Recuerdo que soy adulta y debo acostumbrarme a esto... se supone que eso hacemos los adultos, tener relaciones con personas. Relaciones completamente consensuadas y sin apegos. Sin apegos. Justo ahí, es donde fallo.
Pero está bien, por hoy ya no hay más caricias, ni besos, ni palabras importantes. Hasta que me llames otra vez y decidas que es suficientemente largo el tiempo que no nos vemos.
Me repongo, y me preparo para una ducha caliente. Tú, mientras tanto, preparas esa bebida que tanto te gusta y yo, ensimismada en el agua hirviente, trato de distraer mi mente con las actividades del día.
Salgo de la ducha, agarro una toalla y busco entre el caos matutino mis cosas. Encuentro por mi camino una camiseta arrugada y esa minifalda que logró producir en tu rostro lo que parecía un gesto pícaro.
Me adentro en tu espacio, y me propongo buscar en tu armario algo que pueda reemplazar la arrugada camiseta. Sobre mi piel aún húmeda, deslizo una camisa que huele a ti. La abotono y de pronto... me siento rebelde, poderosa. Como si rompiera un status quo, una máxima social, la cual se propone advertir la inconveniencia sobre vestir prendas demasiado masculinas.
Me siento valiente, es una bandera izada, lo que creo que es un premio, ese que intrínsecamente le muestro al mundo, pero por sobre todo a mi misma, a mi psique. Se trata de los vestigios de tu amor, que sin lugar a dudas, para mí; son suficientes.