Otra vez Lagunillas
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Así que, volvimos a Lagunillas. Como no teníamos a dónde llegar, nos fuimos a acampar a la casa de mi tío Félix, el mismo a quien mi mamá le achacaba haberle arrebatado el trabajo a mi papá. Pero la verdad es que mi tío era un hombre incansable. Trabajador y organizado. Yo lo identificaba como “El Exacto”, porque esa era su palabra preferida para indicarle a uno que había hecho algo bien. Tenía una camioneta pick up y viajaba mucho a Nepantla, llevando y trayendo cosas.
-Ayúdame a subir estas cubetas a la camioneta, hijo.
-¿Está bien así como las acomodé, tío?
-Exacto.
Y así, para todo lo que le parecía bien. Exacto. Y digo acampar porque, aunque mi tío tenía una casa de tabicón con techo de concreto, no era posible que cupiéramos todos, ya que, como dije en su momento, éramos “hartitos”; éramos muchos, pues. Pero en el patio sí cupimos. Mi papá fue con mi padrino Florentino y consiguió una lona con la que se cubrían las cajas de los camiones que transportaban las cosechas. Y con ella construyó una casa de campaña o tienda. Y ahí nos instalamos; sólo mientras mi papá construía una casa, que ya eso estaba decidido también. Porque convino con mi padrino, que se construyera una casa de adobe con techo de zacate de arroz, de dos aguas. Una choza, pues. Por este trabajo, mi padrino le pagaría a mi papá. Y luego nos la iba a prestar para vivir.
Y, mientras esto sucedía, mi hermana Elicia y yo nos pusimos a buscar monedas entre la tierra. No sé por qué, pero era muy común encontrar moneditas enterradas. De uno y de cinco centavos. Y con eso nos íbamos a comprar galletas a la tiendita de don Juan, que estaba a tres cuadras. Por un centavo, comprábamos una galleta de animalito. Con una moneda de cinco centavos podíamos comprar cinco galletas de animalitos o tres galletas Marías.
Hasta que, en una ocasión, la esposa de don Juan, de quien no recuerdo el nombre, se compadeció de mi hermana, que fue a comprar una galleta de animalito:
-¡Ay, mi niña!- se enterneció la señora. Y le dio un puñado de galletas de animalitos por el centavo que llevaba.
Mi papá se puso a construir la casa en uno de los terrenos ejidales que tenía mi padrino, en compañía de otros señores del pueblo. Una sola habitación, de cuatro metros de ancho por seis de largo. Multipropósito. Porque en el pueblo no se conocía el concepto de “habitaciones separadas”; o sea, no había ni comedor, ni sala, ni recámara. No se conocía eso. Era una sola habitación y se usaba para todo. Ahí cocinaba mi mamá, dormíamos, hacíamos la tarea. Multipropósito, pues. Así era la costumbre. Por eso me da risa cuando los arqueólogos y antropólogos se ponen a especular acerca de la casa que, dicen, habitó San Juan Diego en la época en que se le apareció la Santísima Virgen de Guadalupe, en 1531.
Muestran las ruinas de una casa de adobe dividida en varias habitaciones y van explicando el uso que le daba el indio a cada una de ellas:
-Aquí podemos ver que esta era la habitación que Juan Diego usaba como sala- Explican.
-En esta otra, se aprecia cómo el uso que le daba era de recámara- Continúan.
Y así, van explicando el uso que les daba a sus distintas habitaciones. ¡Por Dios! Ese concepto no existía entre las comunidades rurales ni siquiera en la época de la que estoy hablando, en 1977. Y mucho menos iba a existir en 1531 o antes. Esas vienen a ser especulaciones de gente que nació entre pañales de seda y que no tienen idea de que ese concepto de casas con habitaciones divididas, cada una dedicada a un uso específico, no era propio del México antiguo. Quizá haya sido importado de Europa. Pero eso, sólo un antropólogo podría aclarárnoslo. Y dejemos este asunto tan espinoso, porque, en sí, no forma parte de este relato.
El caso es que, incluso antes de que mi papá terminara la casa, nos fuimos a vivir allá, porque mi mamá salió peleada con mi tía Petra, esposa de mi tío Félix, porque nosotros nos bañábamos en el patio, con una manguera y al aire libre. Como éramos muchos y el patio era de tierra, le dejábamos un gran lodazal. Y le desperdiciábamos el agua. “El muerto y el arrimado, a los tres días, apesta”, reza un dicho popular. Y yo pude comprobarlo en carne propia, junto con mi familia. Y nos fuimos a acampar nuevamente, pero ahora al aire libre, porque mi padrino necesitó su lona y se la tuvimos que devolver.
Así que, ahora dormíamos viendo las estrellas. Fue ahí cuando, acostados sobre un petate, mis hermanos y yo nos poníamos a filosofar y a imaginar cómo sería la vida en otros planetas, esos que quizá estábamos contemplando desde nuestras camas improvisadas. Porque en ese año de 1977, los cielos nocturnos en Lagunillas eran clarísimos, sin atisbo de contaminación. Y se podían observar las estrellas en todo su esplendor, incluida La Vía Láctea, con su apariencia de reguero de cal. Un cielo de belleza majestuosa, espectacular. Imponente y profundamente enigmático. Y nos ponía a soñar con mundos lejanos, sobre los que construíamos infinidad de historias y sueños. Sueños de grandeza y de actividades a las que queríamos dedicarnos cuando fuéramos grandes. Astronautas era lo que más deseábamos ser.
Mi hermano Beto deseaba ser piloto de aviones comerciales. Y ahí mismo, entre ensoñaciones, me comprometí con él, a regalarle su avión, a fin de que pudiera “pilotear” su propia aeronave. Él me lo agradeció profundamente, pero creo que hasta ahora debe seguir agradeciéndomelo, si es que lo recuerda, ya que ni él es piloto ni yo le regalé nunca su avión. Ni de juguete.
Además de astronauta y de querer regalarle un avión a mi hermano, yo quería una “máquina cortadora de sorgo” para mí. Una trilladora. Porque cuando vivíamos en Axochiapan, los propietarios de los ranchos vecinos se dedicaban al cultivo de sorgo. Y lo cosechaban con una trilladora. Esas máquinas enormes atrapaban mi atención y me hacían soñar con operar una algún día. Pero tenía que ser de mi propiedad. Por eso, yo iba a comprar una para mí.
Mi mamá cocinaba con leña. Tortillas de maíz, atole de maíz, frijoles fritos, chile seco, semillas de calabaza y guajes, constituían nuestra principal dieta. Los domingos eran de taco placero: chicharrón seco de cerdo, tortillas de tortillería y aguacate. Salsa al gusto. Y ese era el único día en que comíamos carne. El resto de la semana era básicamente lo que ya mencioné, con alguna que otra variante, formada principalmente por quelites. Como la sopa de halaches con limón y chile verde picado. Y los chipiles, quintoniles, verdolagas y flores de calabaza. O las ciruelas agrias de cerro, para salsa y para aderezar los frijoles. O en conserva, con azúcar. Y para mi papá, sus “shañas” para después de comer: una memela gruesa de “maiz nuevo” -decía mi mamá-, tostada directamente sobre las brazas de la leña. Una delicia culinaria no apta para chamacos. Era ése, un lujo; sólo para el padre de la familia.
Y luego, de vuelta a la escuela. Corría ya el año de 1978. Yo ya tenía 7 años y no había ido a la escuela de manera formal. Y ahí voy, una vez más, de oyente, porque ya no había cupo. Lo que restaba del año. Alguien recomendó que me mandaran al kínder, mientras que llegaba el siguiente ciclo escolar. Pero mi mamá se opuso rotundamente a que fuera yo a “perder el tiempo” haciendo garabatos y malgastando un material que no teníamos. Porque en ese tiempo, se consideraba que ir al kínder era “una perdedera de tiempo” que no aportaba beneficio alguno.
Y fue hasta el siguiente año, 1979, cuando ya tenía 8 años, cuando me inscribieron oficialmente en la Escuela Primaria Rural Federal “Lázaro Cárdenas”, para cursar el primer año. Y fue ahí cuando, el primer día de clases, se apareció la maestra Anita, considerada la mejor maestra de la escuela y asignada a primer año, a “seleccionar” a los que iban a ser sus alumnos: los mejores. No sé con qué autoridad lo hacía, pero actuaba como si ese fuera un derecho divino. Se paró frente a todos los niños que íbamos a cursar primer año y dijo:
-Todos los que sepan leer, escribir y hacer cuentas, pasen para acá.
Y se los llevó. Les aplicó un examen y seleccionó sólo a los más “inteligentes” para su grupo. Los mejores alumnos, pues. Ningún “burro” podía aspirar a formar parte del 1/o. “A”. Y todos reconocíamos, de manera tácita, que ese era el grupo de los “Aplicados”; por eso era el grupo “A”. Y luego estaba el 1/o. “B”; el de los “Burros”. Y el “C”, “D”, “E”, “F” y “G”. Pero esos grupos ya no eran importantes, pues la pelea cultural era, prácticamente, entre el primero A y B. Aplicados contra Burros. Los demás eran “pelusa”.
Yo no fui seleccionado para el grupo de la maestra Anita. Impensable. Pero, como ya había sido oyente suficiente tiempo, me quedé en el grupo B, el de la maestra Rosa Gloria Ochoategui Velázquez. Era una mujer blanca como la cera, casi transparente. Y dulce como la miel. Decía la gente del pueblo, que había sido monja, pero que no había aguantado la rígida disciplina del convento. Sea como sea, era una maestra magnífica, con una paciencia de santa. Además del programa de la S.E.P., siempre nos estaba enseñando canciones, creo que de las que había aprendido en el convento.
Yo sabía muchas cosas, para ser de primer año. Me sabía los días de la semana, en orden. Los meses del año, en orden también. Y los nombres de los planetas, también en orden. Los nueve planetas, porque en ese entonces, Plutón no había sido degradado todavía a planeta enano. Así que, nueve eran los planetas del Sistema Solar. Y, además, aprendí a leer, escribir y hacer cuentas, de la mano de la maestra Gloria. Y me convertí en el mejor. No sólo de mi grupo, sino de toda la escuela. El terror del 1/o. “A” y el dolor de cabeza de la maestra Ana María Ramírez, quien se lamentaba no haberme seleccionado, pues no había nadie en su grupo que pudiera hacerme frente. Y ganamos siempre los concursos de conocimientos que se organizaban periódicamente en la escuela.
Y después vino el concurso de escoltas. Salíamos a ensayar una hora diaria, la última del día. Salía la maestra Gloria y los 6 niños de la escolta. Obviamente, el abanderado era yo, por mi buen comportamiento y por ser el mejor de la clase. Y se quedaban los demás en el salón, haciendo nada. Desmanes, nada más. Y sucedió que un día, al fin había podido reunir dinero suficiente para comprar fuegos pirotécnicos -“cuetitos” les llamábamos-. Los guardé perfectamente en mi mochila, pues tenía la intención de tronarlos en cuanto llegara a mi casa. En verdad lo deseaba. Y lo iba disfrutar: tronar mis propios “cuetitos”; mis propios fuegos artificiales. Había valido la pena ahorrar. Había comprado cinco pesos: bastantes “cuetitos” y “palomitas”, una especie de petardos.
Pero, estando en el patio de la escuela, practicando para el concurso de escoltas, se asomó por la ventana uno de mis compañeros y me dijo, a gritos, que Benjamín, otro de los niños de mi salón, había aprovechado mi ausencia para sacar mis “cuetitos” y los había tronado. Se me había adelantado. Ya no tenía nada para tronar en mi casa. No podía creer que eso estuviera sucediendo. Y tanto que había esperado para eso. De modo que, olvidando los buenos modales, amenacé a Benjamín con causarle un gran daño. La cosa fue así:
-¡Marcos!-, me gritó el niño, del cual no recuerdo su nombre. -¡Benjamín ya tronó tus cuetitos!-.
-¡Vas a ver, hijo de la chingada!-, respondí encolerizado. -¡Ahorita voy a ir a romperte tu madre!-.
Blanca era mi maestra. Y más blanca se puso cuando me escuchó amenazar a Benjamín, pues, creo que no me creía capaz de semejantes bajezas ni de que conociera tan soez vocabulario. Y yo mismo estaba apenadísimo con el incidente. Pero es que, en verdad, no podía creer semejante atrevimiento por parte de uno de mis compañeros: un total abuso de confianza.
Y al fin llegó el día del concurso. Mi maestra había decidido que, para hacer las cosas diferentes, utilizáramos “paso corto” durante todo el trayecto. Y fue un total desastre. Perdimos el paso. Nos desalineamos. Braceamos como robots. Todo salió mal. Y el jurado ni siquiera nos calificó. Dijeron que no había ningún elemento que pudieran calificar. Y nos mandaron automáticamente hasta el último lugar. Mi maestra estaba desolada: lloró, nos regañó por espacio de una hora, nos hizo ver nuestros errores a cada uno. Y el jurado no cambió su determinación. Fuimos los peores del concurso de escoltas. Un episodio para olvidar.