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Decía en la parte anterior de este relato, que conocí a Mónica y me enamoré inmediatamente de ella. Y es verdad. Ella era de un pueblo cercano, llamado “El Capire”. Yo pasaba a segundo y ella estaba entrando a la secundaria. Era hermosa a más no poder: rasgos orientales -tipo coreana-, con unos hermosos ojos rasgados. Un cabello ensortijado que se le esponjaba, una piel blanca, unos labios deliciosos y un contoneo al caminar que me hacía elucubrar los sueños eróticos más descabellados. Y de sus piernas, mejor no digo nada, porque eran más hermosas que un sueño húmedo.
Creo que conservo un instinto primitivo y un gusto por las piernas femeninas, bastante desarrollado. Pero también creo que este gusto no es exclusivamente mío: es instinto de supervivencia masculino. Y me explico: a los hombres nos gustan las mujeres con piernas bien formadas porque es garantía de que las “crías” -genéticamente hablando- que pudiéramos procrear con ellas, serían saludables y tendrían mejores oportunidades de sobrevivir que si la susodicha madre no tiene “buenas piernas”, pues en ese caso, las crías resultarían enclenques y con menos posibilidades de sobrevivir, ya que serían menos resistentes a las enfermedades y más vulnerables ante los depredadores. Puede que estas consideraciones ya no tengan validez total en la actualidad, ya que ya no vivimos en un mundo regido totalmente por la “ley de la selva”, donde sólo sobrevive el más fuerte; sin embargo, el género masculino sigue conservando ese mismo instinto primitivo, heredado de nuestros antepasados lejanos.
En la secundaria, me inscribí en el taller de Taquimecanografía, con la profesora Concepción “Conchita”. Existía también el taller de Corte y confección, de cuya maestra no recuerdo el nombre, y el taller de Dibujo técnico, del profesor Miguel Romano. Me pareció que el taller de Taquimecanografía era el más provechoso, pues a los otros dos no les encontraba uso práctico, además de que corte y confección se consideraba un taller sólo para mujeres. Así que aprendí a escribir a máquina, en unas máquinas mecánicas marca Olympia, y a escribir en taquigrafía, de lo que todavía me acuerdo perfectamente. Era taquigrafía Pitman, un tipo de taquigrafía que necesita rayado para escribirse, ya que la posición de la consonante determina la vocal de que se trate: primera posición -arriba de la línea (a)-, segunda posición -sobre la línea (e,i)- o tercera posición -debajo de la línea (o,u). Esto convierte a la taquigrafía Pitman, en una escritura consonántica, del tipo del árabe, hebreo o persa, en la que no se escriben las vocales y tienen que ser deducidas del contexto. Pero a mí me gustó mucho, tanto, que hasta la fecha soy capaz de escribir de manera bastante aceptable.
Uno de los pasajes desagradables que me tocó vivir apenas entrando a primer año, fue que mis compañeros me nombraron “jefe de grupo”, lo cual, en sí no es malo, a no ser que el Prefecto de la escuela sea el profesor Emilio “El Cuervo”, un profesor extremadamente flaco y bilioso como él solo, quien no desaprovechaba ninguna oportunidad para llamarme fuertemente la atención enfrente de todo el grupo, por cualquier motivo, justificado o no, pero relacionado principalmente con la disciplina, de la cual me responsabilizaba a mí, como si yo fuera quien cobrara por esa actividad y no él. Me pedía que reportara a la dirección de la escuela, a mis compañeros que “no se portaran bien” durante las clases, lo cual implicaba reportar a todos y echármelos en contra a todos. Y este tipo se encargaba de quitarme toda la autoridad que pudiera haberme proporcionado mi nombramiento como jefe de grupo, con los agrios regaños de que me hacía víctima enfrente del grupo al que, se suponía, debía “controlar”. Un pasaje para olvidar también. Digo que el prefecto era extremadamente flaco, porque a mí me lo parecía, pese a que yo pesaba alrededor de 45 kilogramos. Y, aun así, me parecía flaco el prefecto.
Pero, aparte de este pasaje, disfruté enormemente de esta época dorada. Máxime que tenía como asesora a la profesora Raquel Ramírez Astudillo, originaria de Acapulco, Gro., y muy afecta a usar minifaldas, lo que constituía una delicia para los alumnos del género masculino, ya que constantemente nos ofrecía unos espectáculos fabulosos con la vista de sus hermosas piernas y de sus braguitas, haciéndonos soñar a más de uno y convirtiéndose en uno de los principales temas de conversación entre el alumnado hombruno. Incluso, cuando las alumnas, compañeras nuestras, le fueron con el chisme, ella dijo que no entendía por qué se escandalizaban tanto; que visitaran Acapulco, para que vieran que allá eso era normal y que nadie se espantaba de que una mujer usara minifaldas. Y nosotros seguimos disfrutando de lo que ella nos “enseñaba”, pues, además, nos daba la clase de Ciencias Sociales.
Y la profesora Josefina Casco García, originaria de Atlixco, Pue.; otra belleza andante en dos piernas. Ella nos daba la clase de Inglés y era el polo opuesto de la profesora Raquel: recatada a más no poder; tanto, que nunca logramos verle ni siquiera un tobillo. Y el profesor Juan, originario de Chiautla de Tapia, Pue., “El Santo”, por su apariencia de fortachón, quien se llevaba muy bien con todos y estaba enamorado de la profesora Josefina. También estaba su polo opuesto: el profesor Salvador “Chava”, también de Chiautla, un profesor extremadamente exigente, que nos daba la clase de Ciencias Naturales. Y el profesor Remigio, otro tipo flaco que gustaba vestirse a la usanza vaquera, que nos daba la clase de Matemáticas.
Y qué decir del matrimonio formado por los profesores Leopoldo Boves Valencia y Laura, originarios de Cuernavaca, Mor. Él nos daba la clase de Música y ella, la clase de Danza. Pero, ni él sabía música ni ella sabía danza. Así que, en la realidad, el profesor Boves era quien se encargaba de darnos danza y lo poquito que sabía de flauta de pan. Y la profesora Laura se encargaba de la cafetería. Un matrimonio muy moderno, con quienes podíamos tratar de tú a tú. Había en el pueblo, un señor que estaba medio trastornado de sus facultades mentales; estaba medio loco. Vivía debajo de un acueducto que atravesaba el pueblo, en una casa improvisada. Nadie sabía su nombre, de dónde salió ni cómo le hacía para sobrevivir, ya que se la pasaba todo el día sentado, viendo pasar a la gente, por lo que lo bautizaron con el apodo de “El Bobis”. Cuando alguien pasaba por su casa y le decía: -¡Bobis! ¿Por qué estás tan guapo? Él contestaba: -Más que tú, sí.- Esto despertaba la hilaridad de la gente, convirtiéndolo en un personaje bien conocido. Y era éste el contexto en el que llegó el profesor Boves, a quien, inmediatamente lo bautizamos como Bobis. Él creía que era porque no sabíamos pronunciar bien su apellido, pero no tardó en enterarse de por qué lo habíamos bautizado así. Y no se molestó en molestarse; lo tomó con filosofía y buena cara, lo que le valió el aprecio y apoyo de la comunidad estudiantil.
Y, por último, estaba el profesor Germán Luciano Martínez Martínez, quien nos daba la clase de Educación Física. Un profesor enorme y panzón, a quien apodábamos “El Genrucho”, y quien también estaba encargado de la escolta de bandera, de la que ya hablamos en la cuarta parte de este mismo capítulo. Tanto el profesor Leopoldo Boves como el profesor Germán Luciano, salieron “mal” en el pueblo; ambos, por líos de faldas. El primero de los nombrados embarazó a Ángeles, una de las alumnas que no salían de su casa, haciendo “tareas, trabajos y proyectos”, donde empezaron una relación sentimental que derivó en relaciones sexuales y el consiguiente embarazo de la alumna, lo que le valió un gran escándalo en el diario local de Izúcar de Matamoros, que lo puso como “lazo de cochino”, acarreándole toda la animadversión de los pobladores de Lagunillas y echando por la borda su matrimonio, ya que él fue a parar a prisión y su esposa, la profesora Laura, renunció y optó por irse del pueblo, al no aguantar el desprecio de los lugareños, que ya no veían quién se las hizo, sino quién se las pagara. Y hasta la prisión de Izúcar de Matamoros fui a visitar a mi profesor, a quien en verdad llegué a estimar. Recuerdo que me dijo: -“La vida te da sorpresas”.
Una de mis compañeras, de nombre Irma Mirón Torres, a quien conocíamos como “La Popotitos”, por su extremada delgadez, era, supuestamente, mi novia. Digo que, supuestamente, porque yo nunca tuve la mínima intención de que lo fuera y nunca se lo pedí. Era ella quien lo decía. Pues, resulta que, estando en segundo año, esta chica “desapareció” de pronto del pueblo; no dijo nada a nadie y nadie sabía nada de ella. Se organizaron grupos de búsqueda por su supuesto secuestro, todos con resultados negativos. Y el diario de Izúcar de Matamoros se encargó, una vez más, de difundir la noticia de la desaparición de la estudiante y de exhibir su fotografía, por si alguien la veía. Y después de aproximadamente medio año, cuando ya todo el mundo la consideraba desaparecida, apareció en Los Ángeles, Cal., en compañía del profesor Germán, quien también había desaparecido. No estaba secuestrada; se había ido con el profesor por su propia voluntad, en calidad de mujer.
Algunos años después, cuando al fin regresó al pueblo, dijo que estaba arrepentida de haberse ido con él, pues, además de panzón, era demasiado viejo para ella. Se preguntaba “dónde tenía la cabeza” cuando decidió irse con “ese pinche viejo”, a quien decía que ya no aguantaba. Pero no le quedaba otra; sólo aguantarse, por caliente, decían en el pueblo.
También, en primer año, tuve una “novia” de “El Órgano”, un ranchito situado a tres kilómetros de Lagunillas. Se llamaba Alberta Mendieta. Digo que fue mi “novia” porque nunca pasamos de tomarnos de la mano y platicar cosas intrascendentes. En realidad, ella no era fea; era, más bien, bonita. Güerita, de cabello rubio. Pero muy flaca. Y con piernas flacas. Además de que, en ese año, de quien realmente estaba enamorado, era de Isabel, la chica de la escolta de la que ya hablé. Pero parece que Alberta buscaba algo más, ya que, al terminar el ciclo escolar, ya no regresó a cursar al segundo año. Se había casado en esas vacaciones.
Al igual que Rosalía, de un pueblo cercano, llamado Ahuehuetzingo. Ella sí era poco agraciada; más bien, fea. Se sentaba a mi lado y aprovechaba cualquier pretexto para estar cerca de mí y estarme acariciando. La verdad es que eso me excitaba mucho y lo disfrutaba, aunque ella no me gustaba. Recuerdo que yo usaba pañuelo de tela, mismo que traía en una bolsa de mi pantalón. En una ocasión, Rosalía vio el bulto que hacía mi pañuelo y me lo agarró, creyendo que era mi miembro viril: -¿Qué es esto?- me dijo, al tiempo que me lo apretujaba con sus manos. ¡Ah!, -contesté. -Es sólo mi pañuelo.- Y pareció decepcionada. Y, al igual que Alberta, aprovechó las vacaciones de fin de curso para casarse con alguien de su pueblo. Y ya no regresó a cursar el segundo año de secundaria. Parece que también buscaba “algo más”.
El segundo y tercer año me desempeñé como Presidente de la Sociedad de Alumnos. Era el mejor de la clase. Y tenía motivos para serlo: estaba completamente enamorado de Mónica. Pero, a la vez, continuaba con mis visitas nocturnas a Neta, quien significaba sexo. Ella era cada vez más atrevida y empezó a dejarme marcas en el cuello, lo que me empezó a traer “problemas”, como en una ocasión en que tenía una junta con el contador Felipe Delgado, administrador de una planta beneficiadora de arroz, situada en el mismo pueblo, a la que me presenté con las susodichas marcas. El contador fue muy amable y nos recibió a todos los de la Sociedad; nos atendió con toda cortesía y nos otorgó el apoyo que habíamos ido a solicitarle a nombre de la escuela, sin hacer alusión a las marcas de mi cuello. Pero fue una experiencia poco agradable para mí.
En una de esas visitas, Neta me dijo que al siguiente día iba a ir a dejarle de comer a su esposo a un lugar donde estaba trabajando. Y que yo la buscara. Me dijo dónde y a qué hora. Y allá fui. Y, efectivamente, apareció Neta. Nos encontramos y, ya no habiendo marcha atrás, nos metimos entre unos cañaverales. Ella me preguntó si ya “lo había hecho antes”. Como le dijera que no, que iba a ser mi “primera vez”, me dijo que mejor no, que no hiciéramos nada y que me fuera a aprender a otro lado, y que regresara cuando ya “supiera”. No podía creer lo que estaba escuchando, pues era bien entendido que la cita era para que cogiéramos; para tener sexo, pues. Así que no se lo permití; me armé de valor y le dije que, si estaba ahí, era porque ella me había citado y porque yo había entendido que ella también deseaba el sexo tanto como yo.
Y no le dejé opción. Así que, nos desnudamos de la cintura para abajo y cogimos. Tuve mi primera relación sexual. Y no podía creer, ni siquiera había imaginado nunca qué tanto placer produce el sexo. Cuando creía que ya no era posible obtener más placer, venía una nueva explosión, al compás de sus movimientos de cadera, que me transportaban hasta el cielo y me hacían ver el sol, la luna y todas las estrellas juntas dentro de mi cabeza. Hasta que ya no pude con tanto placer y exploté dentro de ella, fundiéndonos en uno solo y deseando que ese momento se perpetuara para siempre, inundando su intimidad con todo el torrente seminal que había estado guardando por tanto tiempo. Fue la gloria en vida. Una experiencia tan deliciosa, tan placentera y tan avasalladora. Mi primera relación sexual. Mi primera cogida. Ahora sí podía considerarme “todo un hombre”. Todo perfecto, hasta que ella me dijo que no podíamos hacerlo todos los días, porque había días en que a ella le bajaba y no podía hacerlo, además de que los vecinos empezaban a hablar. Y eso podía ser peligroso. Así que, todos los días, no. Teníamos que ser cautos. ¡Maldita sea! Y, ahora, ¿qué hacía yo con todas estas ganas de tener sexo diario? Yo ya no veía las horas de que se hiciera de noche para ir a visitar a Neta y coger con ella, pues tener sexo ya se había convertido en mi vicio. Y ahora me salía con que diario no; que no podía ser. ¿Qué me quedaba? El camino de la masturbación; ni modo. Algo que tuve que aprender, obligado por las circunstancias y que creía que yo nunca iba a tener necesidad de utilizar. Pero sí tuve que usar de esa herramienta. Y mucho, como tendré tiempo de narrar en la siguiente parte de esta historia, tan cierta como la de cualquiera de ustedes. Y supe también por qué Neta tenía miedo de que fuera la primera mujer en mi vida, sexualmente hablando: temía que yo me enamorara de ella; algo, en verdad, desastroso, de ocurrir.