No me sorprende y no te avergüences por eso. Leí en alguna parte, que la mayoría de las mujeres somos, en realidad, bisexuales; es una tendencia “natural”. Sólo que esa tendencia no se desarrolla en todas. Y, perdón por interrumpirte; tu historia es harto interesante. Creo que, bien podría dar hasta para escribir una novela. Así que, sigamos por favor.
Gracias, pero quizá no exista ningún escritor que quiera “invertir” su tiempo en escribir una historia como la que te estoy contando. Así que, mejor te la sigo contando yo, tal y como me tocó vivirla. Te decía que Paty se inscribió en el gym en el que yo era instructora, en ese año de 1988. Yo ignoraba todo lo que ella había vivido y lo que acababa de pasar con Martín, a raíz de su encuentro con la loca. Pero, desde que nos vimos, nos “caímos bien” y empezó a surgir una amistad, misma que se fue transformando en amor con el paso del tiempo. Convivíamos mucho: desayunábamos juntas, íbamos de compras juntas, la acompañaba a su casa. Pero, no adelantemos acontecimientos; vayamos por partes. En ese mismo año, yo acababa de terminar una relación tormentosa de once años con Clarissa, mi última pareja; una relación de perros en la que ella me humillaba y me maltrataba todo lo que quería. Me golpeaba y me corría de su casa cuando le daba la gana. Hubo ocasiones en las que se iba a tomar con sus “amigas” y me dejaba afuera de la casa; yo tenía llaves, pero llegó a cambiar las chapas de las puertas sin avisarme. Así que, me gustara o no - y, ¡es obvio que no me gustaba! -, me tenía que quedar afuera, no importándole la hora, si hacía frío, si estaba lloviendo o si estaba bajo un sol quemante o soportando el viento y el polvo. A veces, cuando regresaba a altas horas de la noche y completamente borracha, me insultaba y me decía que me fuera a “la chingada”, que no me quería cerca de ella y que yo no valía nada. Que la dejara hacer su vida con alguien a quien sí amara, porque yo “no valía la pena”. Ésas y otras muchas cosas que me hacía, la desdichada, fueron matando todo lo que un día llegué a sentir por ella. Pero yo no me quería ir y me aguantaba porque creía que la amaba y que no iba a poder vivir sin ella. Además, siempre tuve la esperanza, durante esos once años, de que ella iba a reflexionar, que iba a valorar el amor que yo le daba y que íbamos a estar bien, juntas como pareja. Nunca dejaré de ser una pobre ilusa: creía que ella iba a cambiar.
Disculpa mi ignorancia, pero yo siempre creí que eso sólo sucedía en las parejas heterosexuales; parejas formadas por hombre-mujer, donde, casi siempre, es el hombre el agresor. No imaginaba que una mujer fuera capaz de semejantes atrocidades y maltratos hacia su pareja.
Es algo muy real y bastante doloroso. Es sumamente vergonzoso también; por eso casi nadie se atreve a hablar de eso. Aunque, nada de lo que te pueda decir, va a describir con exactitud todo lo que tiene que pasar una persona, sea hombre o mujer, cuando es maltratada por su pareja: cuando es víctima de violencia intrafamiliar. Pero, siguiendo con mi historia, te decía que Paty y yo nos hicimos muy buenas amigas; sólo eso, pues yo no podía hacer nada que fuera en contra de Martín. Paty me lo presentó y me pareció un hombre encantador: sumamente agradable y atractivo; eso, creo que ya es mucho decir, considerando mi condición gay. Pero yo estaba muy aterrada: creía que, en cuanto él averiguara mi orientación sexual, le iba a prohibir mi amistad a Paty. Recuerdo que la primera vez que salimos juntos, era una tarde en que él llegó de la oficina y me encontró en su casa, con Paty. Yo no podía ni levantar la mirada, completamente roja de vergüenza; sentía que él iba a leer en mi cara, toda roja, la culpabilidad que sentía, pues ya para ese entonces, yo ya sentía por Paty, algo más que una simple amistad. Y me sentía culpable, sucia y traicionera; en verdad, me es muy difícil describir el cúmulo de sentimientos encontrados que me producía tenerlos juntos, frente a mí. Por un lado, yo amaba a Paty y la quería para mí; por el otro, respetaba y admiraba mucho a Martín, como para hacerle una marranada. ¿Te das cuenta de lo que tenemos que pasar las personas de mi condición? Sin embargo y, gracias al cielo, él no era un hombre común y corriente; te juro que nunca lo fue. Era un hombre que pensaba en grande; un hombre demasiado inteligente para andar con pensamientos o sentimientos rastreros. Él creía que los sentimientos rastreros no podían anidar en las mentes superiores. Y tenía razón; él era una de esas raras mentes superiores. Era un hombre que no tenía necesidad de proclamar su grandeza de alma; no hacía falta que lo hiciera porque uno podía darse cuenta de eso en cuanto lo miraba a los ojos. Así que, salimos a cenar los tres juntos. Nada formal: sólo unas hamburguesas y unas cervezas; uno de los pequeños placeres de la vida que él tanto disfrutaba. Fue Paty quien me convenció de acompañarlos, pues, aunque Martín ya me había invitado, si de mí hubiera dependido, yo me habría desaparecido sin más preámbulos: quería que la tierra se abriera y me tragara. Pero lo hicimos: cenamos y platicamos de muchos temas intrascendentes. Otra de las facetas de él, es que era un gran conversador; era capaz de arrancarles palabras hasta a las piedras. Poseía una gran cultura y sacaba a relucir los temas más variados y entretenidos; ya lo dije y lo repito: era un hombre sumamente interesante. Un hombre del que cualquier mujer se enamoraba. Y yo no fui la excepción, pese a la condición que creía que tenía. Y comprendí por qué Paty se había casado con él: se había enamorado. En un punto de la velada, alguien sacó a relucir el tema de las personas con orientación sexual diferente a la considerada como “normal”. Fue un momento de mucha tensión para mí, pero resultó infundado, a Dios gracias: él jamás juzgaba a nadie. Creía que las personas actúan movidos por motivos que son perfectamente válidos para ellos, aunque los demás no los conozcan o no los consideren válidos. Así que, al tratarse de situaciones tan íntimas y tan particulares, nadie tendría por qué calificarte ni juzgarte, pues es obvio que nadie más conoce ni comprende esas motivaciones.
Sé de qué me hablas, amiga. Yo misma llegué a desesperarme con él, cuando estábamos recién casados, pues no comprendía por qué no se ponía de mi lado cuando, siguiendo una tendencia natural, me ponía a criticar a alguien que me había hecho pasar un mal rato. Hasta que logré entender que él no era un hombre común y corriente; él no medía con la misma vara con la que mide la mayoría de la gente.
No lo podías haber descrito mejor, amiga. Sí; ése era él. Así que, me di cuenta de que no tenía nada que temer. Y se reafirmó la amistad que tenía con Paty; sólo que, ahora, se sumaba la de él. Después de haber cortado con Clarissa, me fui a vivir a un cuartito que me prestó Gelita, una señora amiga mía, que en ese entonces se encargaba de hacer el aseo en el gym. Esa señora se dio cuenta de cómo andaba, pues en una ocasión, me desmayé por la falta de alimentos y por la ausencia de sueño: ni comía ni dormía. Me obligó a contarle la verdad y me ofreció su amistad y su apoyo, invitándome a quedarme en su casa, pues se dio cuenta de que yo me estaba quedando a dormir en el gym. Entre las dos -Paty y ella- se encargaron de sacarme de la depresión en que había caído a raíz de mi rompimiento de pareja. Pero, el problema con que me encontré, fue que esa amiga mía tenía que trabajar doble: en la mañana hacía el aseo en el gym y, por la tarde, atendía un negocio de gorditas y burritos. Así que, casi no estaba en su casa. Pero sus hijos, sí. Tenía dos hijos varones que entraban y salían del cuarto que la señora me había prestado, aunque yo estuviera ahí. Jamás me faltaron al respeto, directamente hablando; pero yo creo que era sólo cuestión de tiempo para que lo hicieran, pues, el mero hecho de entrar cuando yo estaba ahí y, sin pedir permiso, ya hablaba de una falta de consideración. Sea como sea, yo no me sentía cómoda con esa situación; sin embargo, ni tenía a dónde más ir ni me parecía justo decirle a mi amiga que ya me iba, así como así. Tenía que decirle por qué; y no quería causarle una pena a quien me había ayudado tanto cuando más lo necesité. Pero, como te decía, la amistad que tenía con Paty se había ido estrechando cada vez más; de modo que, a ella sí le podía contar todo lo que me pasaba. Y se lo hice saber; ella pareció preocupada al principio, pero prometió decírselo a Martín, con la propuesta de que yo me quedara a vivir con ellos. Al fin y al cabo, yo podía ayudarles a cuidar a las niñas.
Cuando te fuiste a vivir con ellos, ya tenías algo que ver con Paty, ¿verdad?
Una profunda amistad; eso era todo lo que tenía que ver con ella. Te digo que yo era incapaz de faltarle el respeto a Martín, en cualquiera de las formas imaginables. Desde mi punto de vista, algo así me habría convertido en una persona más traidora que el propio Judas Iscariote. Incluso, después de que me aceptaron, fui incapaz de proponerle siquiera, algo indecoroso a Paty. Además, estaba la mamá de ella, quien puso el grito en el cielo y se opuso rotundamente a que yo me quedara a vivir con ellos, aunque fuera temporalmente. Ella sabía de mi condición y creo que consideraba que la inclusión de otra mujer en el matrimonio de Paty, no podía ser otra cosa más que problemas; aunque fuera una de mi condición. Por eso me pidió que me fuera en cuanto pudiera, siempre que fuera lo más rápido y lo más lejos posible. Y Paty tuvo que pelearse con ella para que, a regañadientes, aceptara que me quedara yo. Esa decisión no dependía de la señora, sino más bien, de Martín y Paty; y ellos ya me habían aceptado. Sin embargo, tanto la mamá como el papá de Paty, adoraban a Martín y trataban de evitarle cualquier situación que pudiera provocarle molestia, como mi propia intrusión. Aun así, con el paso del tiempo, la mamá de Paty y yo terminamos siendo grandes amigas, cuando ella se dio cuenta de que yo no era una mala persona y de que no estaba tratando de desplazar a nadie. Y seguimos siéndolo, incluso, después de que le confesara lo que sentía por Paty y de la relación que ya habíamos iniciado entre nosotras. Creo que ya lo sospechaba, pues no pareció alarmada cuando se lo dije; recuerdo que, sólo me preguntó: “¿ya lo sabe Martín?”
Y, ¿ya lo sabía?
Por supuesto que sí; yo jamás habría hecho nada sin su consentimiento. Y parece que él me consideraba más, una aliada, que una enemiga; nunca vio en mí a una competencia. Y yo jamás intenté quitarle su lugar; yo conocía el mío y sabía cuál era el de él. Eso fue algo que nos quedó bien claro a los tres desde el inicio de nuestra relación, misma que basamos en el respeto mutuo. Al principio, la relación no era de tres, sino de dos: Martín-Paty y Paty-yo. Pero, al paso del tiempo, nuestra realidad se fue estrechando más y más, hasta que Paty le propuso a Martín, que me incluyeran en su relación. Para esto, ya ella me lo había propuesto a mí. Al principio, yo me escandalicé, pues, para empezar, yo sentía aversión por todo lo que fuera o tuviera que ver con cualquier hombre; ya te lo había dicho. Pero Martín no era cualquier hombre; él era un hombre especial: el mismo que tú conociste y amaste profundamente. Aun así, yo tenía el temor de que él no fuera a aceptar o de que yo no le fuera a gustar, pues, debido a mi condición y por lo que me pasó a los diez años, yo vestía como hombre; no me interesaba llamar la atención de ninguno de ellos. Es verdad que era yo muy delgada, pero tenía un cuerpo muy bonito: bien trabajado y bien proporcionado. No obstante, no era nada femenina. Todo esto me preocupaba, y así se lo hice saber a Paty; sin embargo, ella se encargó de enseñarme modales femeninos, me enseñó a vestirme como mujer y se encargó de disipar mis temores hacia el sexo masculino. Al final, me convenció y nos pusimos de acuerdo: enviamos a las niñas con la mamá de Paty y nos quedamos los tres solos en casa. Y fue lo más espectacular que haya vivido; nos hicimos el amor entre los tres y descubrí un mundo nuevo, un mundo al que me había estado negando hasta ese momento: el sexo con un hombre. Y, también para ellos fue divino, porque a Paty le fascinaba viéndonos hacer el amor a nosotros; a Martín le encantaba ver cómo hacíamos el amor Paty y yo; y a mí me prendía verlos a ellos hacer lo propio. Además, todos cumplimos con la fantasía de hacer el amor en trío. Y así fue de ahí en adelante; sin negarnos nada y sin que nada nos faltara. A Gelita sólo le había dicho que me iba a vivir con Paty porque necesitaba que le ayudara con las niñas; no necesité decirle más. Máxime que, tonta no era; ella ya se había percatado de que la amistad entre Paty y yo ya había traspuesto los umbrales de lo convencional. Y, después, le tocó el turno a mi propia madre: le comuniqué la situación que estaba viviendo.