Un día, después de un año de haber roto con un matrimonio de trece años en el que sufrí demasiado, pensé que no volvería a abrir mi corazón. Pero la vida, caprichosa, me cruzó con un hombre que parecía comprenderme. Empezamos como amigos. Él me dijo que estaba separado, aunque no divorciado, porque esperaba que su hija cumpliera la mayoría de edad. Y yo, herida pero con ganas de creer, le escuché, le entendí. Con el tiempo, nuestras charlas se hicieron más largas, nuestras risas más profundas y nuestras salidas más llenas de vida. Descubrimos que compartíamos gustos, que disfrutábamos las mismas cosas y que juntos nos devolvíamos la ilusión. Éramos dos almas que venían de matrimonios vacíos, de rutinas carentes de amor y ternura, y que de repente se encontraban en un mismo latido. Entonces pasó lo inevitable: nos dimos cuenta de que lo que sentíamos iba más allá de la amistad. Había nacido un sentimiento nuevo, limpio, distinto. Lo llamamos por su nombre: Amor. Y sin detenernos, decidimos darnos una oportunidad. Él, un hombre separado. Yo, una mujer separada. Dos historias quebradas intentando escribir una nueva, y durante un tiempo así fue: una historia hermosa, llena de esa parte buena que cada uno guardaba escondida. Pero justo al año, el destino nos golpeó. En mi cumpleaños, mientras esperábamos el cambio de un semáforo, una chica se abalanzó contra la puerta del coche gritando: “¿Quién eres tú?”. Mi corazón casi se detuvo. Apenas podía respirar. Era su hija. Y desde ese instante, todo cambió. Lo que era tranquilidad y alegría se convirtió en tormento. Yo, enamorada, me aferré a sus palabras, o quizás a sus mentiras. Me repetía que vivía bajo el mismo techo que la madre de su hija, pero que entre ellos ya no había nada. Solo ellos sabían la verdad. Yo, con una venda en los ojos, quería creer que el hombre del que me enamoré no podía estar engañándome. Me pidió tiempo. Me rogó que esperara a que su hija cumpliera 18 años para iniciar el divorcio y así poder estar juntos. Y sí, muchos dirán que fui ingenua, que fui tonta. Pero quienes juzgan no saben lo que se siente estar en los zapatos del otro. Yo solo sé que lo amé y que elegí creerle. Sin embargo, lo que vino después me fue matando en vida. Su tiempo para mí se convirtió en migajas. Yo, que alguna vez fui su prioridad, pasé a ser su sombra. Después vino el encuentro con su esposa: una mujer mayor que él, con el rostro marcado por el dolor y la tristeza, pero también con cierta maldad en la mirada. Me habló, me dijo cosas que luego se contradecía, y aun así yo, ciega de amor, le seguí dando el beneficio de la duda al hombre que tristemente se convirtió en el amor de mi vida. Así pasaron cuarenta meses. Meses en los que me volví su amante, su amiga, su cómplice, su paño de lágrimas, su migajera, su sombra y su fantasma. Intenté soltarlo muchas veces, pero siempre volvía a buscarme, a insistirme, a rogarme. Y yo, de tonta, siempre caía de nuevo. La alegría se transformó en llanto, en tristeza, en sufrimiento. Y como si no bastara, tuve que enfrentar también los ataques y los comentarios de su esposa. Me señaló, me persiguió, me insultó. Inventó que yo había salido de un piso de prostitutas, me buscó hasta en mi trabajo, me expuso ante gente que ni siquiera me conocía. Yo solo intentaba soltarlo, pero ella, obsesionada, me convirtió en el centro de su desespero. Y lo más irónico: en vez de restaurar lo que ya no tenía arreglo, se aferraba a un matrimonio vacío, donde el amor había muerto hacía mucho tiempo. Hoy estoy aquí, con el alma rota y el corazón hecho pedazos. Sufriendo por querer olvidarlo, cargando con el estigma de ser “la amante”. Yo fui la mujer que le devolvió la felicidad a un hombre vacío, lleno de tristeza. Él fue el hombre cobarde que nunca tuvo la valentía de hacer las cosas bien. Y ella, la mujer deteriorada en su mente y en su corazón, que prefirió desgarrarse en insultos y persecuciones antes que aceptar que lo perdido, perdido estaba. Al final, yo me quedé con el dolor. El dolor de haber amado con todo, de haber dado lo mejor de mí a alguien que solo me dejó sombras, migajas y cicatrices.