Tan pronto moví el dedo índice, la criaturilla destiló el rojo que debía liberarme. Mis ojos se contrajeron. Nada pasó. La existencia ni se inmutó.
¿Qué debía hacer? Había perdido el tiempo. No se causó alguna paradoja y todo continuó sin el más mínimo peligro. Aún sentía cada parte de mi cuerpo y la Ligilo AC seguía existiendo.
Mi padre fue un hombre grandioso, no tanto como mi madre, pero mi historia se enlaza a él. Fue uno de los mejores personajes que pudieron existir en los años dos mil. En casa, la vida era pacífica. Incluso con enfermedades mentales, papá siempre tuvo tiempo de amarme y mamá nunca cesó de afanarse por mí.
Esa noche concreta del dos mil quince fue una tragedia: papá murió. Yo sólo tenía siete años y ese accidente de tránsito me cambió para siempre. Mamá lo acompañaba aquella noche; ella sobrevivió. Las cosas en casa no cambiaron: mamá siguió fuerte, dándome ánimos. A los dos meses de la muerte de papá, mamá me regaló un gatito, tierno, blanco, con manchas negras al que le tomé cariño. El pequeño gato se paseaba conmigo, aun cuando me encontraba malhumorado; rara vez cazaba, para mí eso resultaba excelente, así podía alimentarlo a mi antojo y llenarlo de mil caricias.
Los camiones de la basura recogían los desechos y los trituraban a medida que avanzaban. Mi gato se metió en una caja vieja. Me encontraba en el jardín buscándolo: «¡Manchas, Manchas, ven acá!». Un hombre agarró unas cajas y unas maletas y las arrojó al camión. De una caja se oyó un chillido ensordecedor y de sus extremos se desprendió la sangre del animalito. Supe, asustado, queriendo que no fuera así, que tenía que ser la sangre de él, de mi Manchas, yo no necesitaba abrir la caja para comprobar que se hallaba muerto. El conductor del camión frenó en seco y pidió a un tal Erwin que revisara qué había pasado. Erwin abrió la caja. Eso ya no era un gato, sin embargo, yo quería mirarlo a los ojos, y vislumbrar en ellos alguna esperanza de vida, pero en ese cadáver no se encontraban. Creo que lloré no sé cuántas noches y ninguna de ellas me hizo borrar la horrorosa imagen de las vísceras felinas que tanto amé.
Tenemos, en mi humilde consideración, tres tipos básicos de jóvenes: los delincuentes, los normales y los deprimidos. La muerte de papá revolcó la tristeza entera que un niño de mi edad podía poseer, mi gato reafirmó que, aunque el afecto sea infinito, la vida no lo es. Cavé hondo tratando de averiguar si el mundo era atroz. Pronto descubrí que los trabajos matemáticos de papá sirvieron para dar más fuerza al despiadado sistema financiero. Por supuesto que odié al mundo por miedo a odiarme a mí mismo (y a mi incapacidad de hacer algo al respecto), pero pronto superé tal miedo y, lágrima tras lágrima, caí en la esfera de los deprimidos.
«Pequeño John, continúa mi trabajo», comunicó un letrero en la enorme biblioteca de papá. ¿A qué se refería? A su trabajo secreto, al que mencionaba en medio de sus alucinaciones paranoides. Alucinación o no, fue un proyecto que, a cinco muchachos de veintiún años, como yo, les obsesionó. Abarcabamos juntos los saberes de Filosofía, Física, Inteligencia Artificial, Mecatrónica y, ahí estaba yo, Matemáticas; dedicábamos la mayor parte de nuestro tiempo a ello. Algo loco, ¿verdad? Cinco excelentes profesionales dedicados a la Gran Teoría del Espacio-Tiempo (Aplicaciones). Siendo sincero: gastábamos el tiempo, en extremo secreto, continuando el proyecto de papá para crear una máquina del tiempo. Para mis compañeros de laboratorio significó esperanza, tenían cosas que cambiar en el mundo. Yo perdí mi interés en el mismo, pero viajar en el tiempo era algo exquisito para que un alma como la mía jamás experimentase tristeza.
Año 2045, cumplí treinta y siete años, cinco años antes éramos capaces de detectar luz proveniente de ninguna parte. Sí, luz que no se sabía de dónde llegaba. Nuestra respuesta fueron los agujeros de gusano; con el tiempo, creamos datos que lograban atravesar dichos agujeros, pero nunca supimos adónde iban a parar. Seguimos con la teoría: los datos al parecer se dispersaban y se hacían irrastreables.
En un entorno con radio de veinte centímetros creamos un agujero que perforaba, aparentemente, exclusivamente lo conocido como «espacio». Enviábamos una señal desde un punto A y la recibíamos en un punto B bastante alejado del A, kilómetros y kilómetros de distancia. La llegada de la señal era en cero de tiempo. La enviábamos y ya estaba en nuestros detectores. ¿Cero de tiempo, no le tomaba siquiera un nanosegundo? No, nada de tiempo, como si siempre hubiese estado en el Punto B.
Diez meses después de mi cumpleaños treinta siete, en el cumpleaños de Joe, terminamos de construir la Ligilo AC, Prototipo I. Esta máquina colapsaba por sí misma, creándose un agujero de gusano propio, y a través del algoritmo maravilloso, peligroso en las manos ambiciosas de algún científico disparatado, lograba estabilizar su materia y energía, es decir, sin dispersarse, sin hacerse irrastreable. En teoría, la materia debía conservarse intacta.
Decidí que yo sería el primero en entrar ahí y «viajar en el tiempo». Cuando todos, una vez acabada la fiesta para Joe, se marcharon, la Ligilo AC quedó a mi disposición. Era posible que un ser humano muriera dentro, no sabíamos si el algoritmo era capaz de recrear todas las sinopsis cerebrales, de «mantener unida la consciencia». Al diablo, era entrar ahí para triunfar, sea cual fuere el caso, la idea de morir se mantenía. Me adentré, inicié los procesos de la Ligilo AC y después de perder la consciencia, aparecí en la misma biblioteca en la que habíamos armado una fiesta, le faltaban libros y no se encontraba desordenada: en efecto, viajé al pasado, a una época en la que mi yo era apenas un bebé de tres meses echado sobre una cuna.
Estaba aterrorizado, nada había pasado. Desde el principio, al mirar directamente los ojos de mi yo bebé, un frío me recorrió la columna vertebral: mi consciencia observaba a mi consciencia y ninguna cosa colapsaba, el mundo seguía intacto; pero esto pude resolverlo: a lo mejor, con escasos tres meses, el bebé aún no tenía consciencia.
Debo ser claro, confesar que, avanzando con el proyecto Gran Teoría del Espacio-Tiempo (Aplicaciones), se grabó en mí la despreciable idea de acabar con mi existencia, cualquier cosa me era absurda. ¿Qué puedo decir? Saboreé la tristeza y me di cuenta que las tragedias no tienen importancia, degusté la felicidad y de igual forma noté que no hay mayor mérito. Simplemente es el ser humano interpretando, dando sentidos, despojándose del aburrimiento, moldeando el absurdo, dándose razones por las que vivir.
Vi a niñitos pedir monedas en la calle mientras mis amigos y yo derrochábamos en fiestas, a gente genialísima desmoronarse tras un solo comentario, a tipos amables asesinar, a la educación para criar un niño machista, a las playas llenas de plástico… ¿Y por qué cambiarlo? Si al fin y al cabo las cosas deben tener un fin, si padecer dolor es mejor que experimentar la simplicidad y falta de justificación de nuestra existencia. La creación de la Ligilo AC me embelesó demasiado, lo suficiente para dirigir a ella toda mi vida. Pero su creación terminó.
Quizá estaba equivocado y me mentía a mí mismo en aras de ocultar que nunca superé la muerte de papá o la de Manchas. No puedo negar que la consciencia humana es hermosa, es tan incomprensible, tan inmensurable: reúne mayor número de conexiones que estrellas en el universo. Era tarde, ya había disparado al bebé sobre la cuna. Como nada pasó, nervioso y ofuscado, porque matar a mi yo bebé no me quitaba la existencia pensé en mil razones: ninguna digna de ser nombrada. Si asesiné a mi yo bebé, por lógica, ni siquiera debí haber vivido; la lógica no funcionó aquí.
Decidí viajar en el tiempo antes de que mi yo de treinta y siete matará al bebé. Entonces asesiné a ese yo. Mi torrente sanguíneo temblaba, el sudor recorría mi cuerpo, me sentía mareado, casi vomito… Apunté de nuevo hacia el bebé. Apareció un hombre gritando «¡Detente!». Rompí en lágrimas, era papá. Apunté hacia él, con mis ojos anegados en lágrimas.
—¿Quién eres? —musitó temblando.
—Soy John Charles Martin Nash —creo que pensó algo como «¿Estás loco?» y enmudeció—. Papá, te extrañé demasiado —tuve que decirlo, no me aguanté las ganas; quería abrazarlo, sentirme niño en sus brazos.
Se calmó de manera muy rápida, algo raro teniendo en cuenta el cadáver en el suelo y la amenaza reciente contra su bebé, contra su verdadero hijo. Yo no era su hijo, él jamás me conoció; pero cuando me miró a los ojos recibí la luz para mis días: alivió la culpa. Me confesó que ya llevaba unos dos años trabajando en su proyecto de máquina del tiempo.
Había dos máquinas del tiempo en su biblioteca. Subí el cadáver a una de ellas y la programé para que viajara unos doscientos cincuenta millones de años hacia el pasado, cuando la tierra se regocijaba de erupciones volcánicas. Ahora solo estábamos papá, el bebé (que también era yo) y yo.
Con la ayuda de papá reafirmé que, en efecto, el tiempo es un concepto creado por el ser humano. La realidad es más simple y podemos definirla como un número infinito de momentos. Imagina cinco segundos de tiempo, cada uno tiene su imagen, es decir, tenemos cinco imágenes: aunque destruyéramos la cuarta, la quinta seguiría existiendo. Solo que ahora, al eliminar la cuarta, creamos nuevas imágenes que nada tienen que ver con la quinta. Al eliminarla, al parecer, explicado para la mente humana, creamos una rama o línea de tiempo diferente. Es bueno aclarar que en la realidad no hay tal cosa de ramas, solo son más y más momentos ocurriendo al mismo instante. entonces podemos decir que un instante muere al nacer. Asimismo se explica la consciencia: la de mi yo bebé y la mía eran dos instantes totalmente diferentes.
Todo en el universo es solo energía, materia, vibrando, moviéndose, muriendo en el propio nacimiento. De alguna forma, los seres humanos guardamos la información de lo ya ocurrido. Por ejemplo, si tenemos un carrito de juguete, lo ponemos a correr y decimos que tiene tres instantes: Inicio, Mitad y Final, las mentes del planeta estarían de acuerdo en que, si lo destruimos en la Mitad, no llegará al Final. Eso es falso, el instante que hemos llamado Mitad es un evento desligado de todo instante anterior o posterior. De hecho, cuando estamos en el punto Final, aseguramos que estamos ahí, por tanto, no pasa nada si nos quedamos sin Inicio o Mitad, porque ellos ya han ocurrido y ya no ejercen poder sobre Final. Podemos eliminar a Final cuando estando en Mitad decidimos frenar, pero en dicho caso Mitad ahora sería Final.
—Otro ejemplo —dijo papá pasándome un texto, dejó que yo empezara a leer—, al final tus ojos deben posarse en la última palabra de ese texto, pero si justo ahora cesas tu lectura, esa palabra en la que quedes, será lo final, lo último que leas; si continuaras la lectura, pensarás que se trataba de una palabra intermedia cerca al final: porque nuestra mente almacena momentos…
—¡Nos crea la ilusión de que hay un tiempo lineal! —sentencié animado.
Esta teoría recién formulada, me generaba un gran problema: no sabía cómo viajar a “mi futuro”, porque si viajaba hacia adelante, podía dar con lugares en el que yo ya existía, no representaba problema científico alguno: la realidad se conservaría simétrica, pero yo, reflexioné, no encajaba ahí; el individuo en mí no soportó la idea de convivir en un lugar ajeno en el que ya había alguien igual; siguiendo hacia adelante, la incertidumbre sobre dónde iría a parar era total.
—¿Qué debo hacer, papá? —dije al fin.
—¡Oh!, hijo, de momento, no sabemos cómo localizar el instante del que provienes, es como si la Ligilo AC viajara, con precisión, únicamente hacia el pasado. Recrear los cálculos para encontrar un momento aparentemente aleatorio, que convive con miles de millones de otros semejantes a sí, es algo que nos llevaría demasiado tiempo. Todo lo que te queda es el instante que posees, el ahora. Yo estaré complacido de tenerte en mi casa —hizo una pausa, suspiró—, si eso es lo que quieres.
Quizá por eso mismo, me dije con burla, el nombre de la máquina es Ligilo AC, Prototipo I.
Papá y yo supimos que, aun cuando “viajar en el tiempo” no cambiaba las realidades tortuosas, siempre se seguiría intentando construir máquinas del tiempo, cualquiera querría abandonar su instante.
La máquina del tiempo, si se le entregara a cada persona, produciría un fenómeno de suicidio de instantes.
Yo me fui, atrás dejé una línea de avance en la que mis amigos se quedaban sin mí. Imagina que todos se abandonan, que todos empiezan a jugar con los mecanismos del entorno, que todos nos vamos quedando solos.
—Concentrémonos en cambiar este momento —dijo hace mucho tiempo Cynthia, una científica concentrada en los problemas del calentamiento global: miembro sexto que nunca asistía al laboratorio. Tenía razón, demasiada. Estando con papá, mientras me invitaba a quedarme en su casa, me convencí de que siempre amé a Cynthia, a su instante, y que, ahora, era imposible volver.
Quedarme con papá era lo mejor, destruiría la máquina del tiempo e imbricaría esfuerzos en hacer que la comprensión del universo (del espacio-tiempo, en específico) jamás dividiera a la humanidad. Debo confesar que todo mecanismo de tristeza se movió en mis adentros, jamás volvería a ver a mis compañeros, a Cynthia, a la madre que supo permanecer fuerte para apoyarme a través del cambio tan drástico en mí producido por la muerte de papá. Los años dos mil observaban en su muerte la pérdida de un genio, yo solo veía la perdida de mi padre, el hundimiento en frases como «tienes un gran futuro por delante, harás honor a tu apellido». ¡Qué importaba eso, si él no estaba!
No podía soportar una realidad en la que yo irrumpía de la manera más abrupta posible. ¿Y si mi estadía aquí significaba condenar a ese bebé al desamor? Yo no me permitiría trazarle tal tragedia. ¡Ah! Cuánta ternura sentí por ese pequeño que me sonreía desde la cuna.
—Papá, ¿sabes? Durante todo el tiempo que pensé en reunirme contigo, jamás pensé que llegaría el día en que, por una actitud totalmente deliberada, decidiese alejarme de ti —me miró comprensivo—. No pediré que cuides de más a este niño. Eres grandioso. No necesitas un consejo para ser buen padre.
La hora de mi partida llegó. Antes de subir a la Ligilo AC, tomé al bebé en mis brazos y lo besé con todo el amor que durante años me negué a mí mismo.
—¿A qué época irás? —preguntó papá, intentando no sonar preocupado; las comisuras de sus ojos lo delataron.
—No te preocupes, te garantizo que no haré algo descabellado —le dirigí la más fuerte de mis miradas—. No te pongas a investigar modos de volver a un futuro, estaré bien en el lugar al que voy; papá, te lo imploro —recordé el accidente de tráfico que tuvo—, cuando regreses de Noruega, tras recibir el Premio Abel, no te subas a algún taxi o al menos usa el cinturón.
No le di oportunidad de indagarme, accioné la Ligilo AC y partí.
Lo bueno de ella, como suponen, es que permite viajar a inimaginables lugares del espacio y del espacio-tiempo; de tal manera que podía, sin que papá lo supiera, quedarme en su época: viviendo en algún lugar rodeado de sauces y de ríos, donde los humanos no fueran frecuentes. No lo hice así, de seguro no podría resistir la tentación de algún día ir a verlo y, por otro lado, sería difícil hacerme una vida sin tener mucha información. Viajé a una época que dominaba bien.
Me instalé en un tiempo hermoso, al menos a mí me lo pareció. Papá nació en 1964, así que no me cruzaría con él. Destruí la Ligilo AC. Cambié mi nombre a Mark Randolph. Conocí a una chica con la que me casé y construimos una buena familia. Recuerdo el día en que nació mi hijo: experimenté por él la misma cantidad de amor que sentí al recordarme en una cuna; era un alma de la que cuidaría con cada una de mis células.
En 1961, en una colina, encontré a Julie Danvers, su cabello danzaba en el aire y el vestido blanco que vestía era arremolinado por el viento alrededor de sus piernas. Le pregunté por la vista, surgió una conversación y en medio de ella declaró que venía de doscientos cuarenta años en el futuro.