Es una sensación, un tanto indescriptible; el humo al entrar por la boca, con un sabor extrañamente amargo, pero con un gusto exquisito; el humo pasando por la garganta, con una calidez y un alivio que aunque se saben falsos, no dejan de ser placenteros. El humo entrando en los pulmones, supliendo el aire por un breve instante, tan breve como confortable, ofreciendo un pequeño momento de felicidad, pero, tan fugaz como entró el humo suplica por salir, y así abandonarte, dejando algunos rastros en ti. Un diminuto temblor que parte desde la punta del cráneo hasta el dedo gordo del pie, el delator gusto amargo, y la sensación de vacío que te invita a retomar con los labios, ese pequeño tubo humeante, para repetir ese pasajero ciclo de felicidad; esa felicidad de saber qué haces algo peligroso, algo que no deberías hacer pero igual lo haces, porque ese tipo de felicidad es más sincera, más coherente, esa felicidad es la del tipo que se impone ante cualquier tipo de tristeza.
Fumar: sus únicos problemas son su brevedad y que a cada repetición te estás invitando a la muerte, pero lo que lo hace vicio, es que la felicidad aparece con cada calada a un cigarro.
Esto no es una justificación al vicio, es solo el modo de sentir el cigarro de un fumador; un fumador que esconde su “felicidad”, y solo la comparte con su propia soledad.