Las ramas artríticas se expanden violentas, queriendo rasgar el firmamento, a través de las hojas se entrevé un poco del cielo, no ese cielo azul zafiro de cuentos de hadas, no, hoy está un poco gris, sucio.
En una horquilla del viejo roble, Liz está mirando con sus ojos perfectos a la nada, como lo ha hecho desde que fue creada. Sus labios rojos sonríen con fijeza, las manos levantadas saludan a quien-sea-que-esté-enfrente. Una ráfaga de viento levanta suave, impúdicamente su vestido rosa princesa.
El roble añoso y cansado que es su morada eterna se ha alimentado bien este verano y las hojas erupciones en un estallido de verde, una orquídea que deposito el último temporal ha cobrado vida y extiende sus zarcillos alrededor de los clavos que aprisionan y fijan los muslos de Liz.
Tal vez no es el peor destino para una muñeca barata de mercado, podría haber sido mucho peor, podría haberle pasado lo mismo que a su dueña.
Hace quince años que ha sido testigo muda de la vida de Aline, la acompañó por su tierna infancia, fueron compañeras y amigas, convirtiéndose en parte integral una de otra.
De repente con la adolescencia todo cambió, Liz fue relegada, más no olvidada, se dedico a cultivar polvo y recuerdos en un estante de plástico gris, al lado de los muñecos de peluche cada vez más numerosos producto de los afanes de los novios, amigos, familiares y pretendientes en turno.
El desgarrador suceso de la perdida de los padres de la jovencita significó la vuelta a la cama (por un breve tiempo), refugio rezumante de recuerdos de días felices, fue la frágil embarcación en el que un corazón roto supero la tormenta.
También fue la causa de su destierro a las alturas, intento vano de dejar atrás la niñez con toda su carga de fragilidad, olvidando que el niño que fuimos no se deja atrás se convierte en parte de lo que somos, un circulo interno alrededor del cual construimos nuestro mundo, a nosotros mismos.
Él llegó como llegan las sombras de la noche, inadvertidas hasta que lo han invadido todo, tomó las riendas del alma y corazón de su dueña, la sedujo contra todos los pronósticos, ya que era imposible que esa bella niña, sensible, inteligente, uniera sus vidas a un patán de su calaña. Y sin embargo, sucedió.
Hace ya tres años que la casa, grande, de dos pisos, se ha convertido en una cárcel, en una continuada cámara de torturas. Esos cuartos han sido testigos del deterioro en que se ha convertido la existencia de Aline. Llantos han reventado, lágrimas ardientes han sido derramadas, el silencio se ha convertido en el compañero inseparable de esos muros.
Asomada a las ventanas suspira. Se encuentra amando a un monstruo, se ha convertido en la moderna Bella, tiene una Bestia a su lado pero esta no encierra ningún príncipe encantado.
Al observar el mundo que la rodea, que no tiene sentido sin la presencia avasallante de su marido, su dueño y señor, se encuentra a veces con los ojos acusadores de su muñeca. Se inflama su pecho, se crispan las manos y recuerda que no siempre ha sido este jarrón resquebrajado, al final siempre mira a las nubes, suspira otra vez, recuerda.
Con un gemido metálico la escalera es arrastrada por el jardín, asustando al gato de la casa, las patas interrumpen el crecimiento del pasto dejando dos heridas reptantes en ese mar verde que es el orgullo del esposo.
Se apoya un momento en el árbol y descansa, sosteniendo precariamente con su mano izquierda la escalera y quitándose delicadamente un mechón de cabello sudoroso de la frente, lentamente apoya la escalera en el tronco y sube, sube hacia las nubes. Una mano acaricia suavemente la rubia cabellera de la muñeca largo tiempo olvidada, le acomoda el ruedo del vestido, acuna las manos de plástico y musita suavemente: -Estás más viva que yo-.
Con manos temblorosas, vacilantes al principio, hace un nudo con el lazo de plástico amarillo que compró hace una semana en el supermercado, teniendo que explicar que era para un nuevo tendedero.
Las ásperas hebras amordazan firmemente una rama, el otro extremo se ciñe al cuello que ha sido besado hasta la saciedad, en el camino se topa con un arete de oro en forma de trébol que cae y que jamás ha dado ni dará buena suerte.
Esa oreja que ha sido llenada con promesas, con interminables “lo siento”, “jamás volverá a pasar”, “fue un error”, luce ahora desamparada, desnuda. Un zanate observa metros más arriba las maniobras realizadas por ese cuerpo que quiere dejar de serlo, ya no ser nunca más sólo un cuerpo, un objeto, una cosa.
Al momento de tomar aire y ver el cielo por última vez, una sonrisa transforma otra vez en el de una niña el rostro de Aline. Dos muñecas son acariciadas por las suaves corrientes de aire en el roble, mientras arriba en el cielo, siguen pasando, indiferentes, las nubes.
Es un breve cuento acerca del poder destructor del amor y de la soledad del sufrimiento humano.
Colaboración de Alejandro Solórzano González
México