Fue hace algún tiempo, entonces Amanda era más joven, ingenua y con una sensación profunda de soledad, indecisa sobre las cosas que quería.
Preguntándose que haría el resto de su vida decidió probar la música, le encantó y poco a poco iba aprendiendo.
Un día en la preparatoria se presentó el nuevo maestro de música, bien parecido, alto, de tez blanca, callado, interesante, extranjero... mayor. No le tomó importancia hasta que comenzaron las clases. Día tras día el sólo se dedicaba a transmitir sus conocimientos sin hablar con nadie, sin mirar a nadie en especial. Al paso del tiempo y sin darse cuenta ella era su favorita, con quien platicaba y hasta bromeaba, con quién el tomó más confianza. Y de igual forma, sin darse cuenta, Amanda se fue enamorando de él. Cada día que pasaba su necesidad por verlo era más grande, con tan sólo oler su aroma sentía mariposas en el estómago, esas de las que todos hablan, esas que sin darse cuenta invadían todo su cuerpo y la hacían tan vulnerable, tan inocente, tan ingenua.
Entre las pláticas de sus amigos se rumoreaba que el maestro de música era padre de una chica de la preparatoria a la que Amanda conocía pero con la que sólo hablaba en clase de literatura y ella por supuesto no le dio importancia. Ella sólo esperaba a que todos se fueran para poder quedarse a platicar con él, ansiaba sus clases sólo por él, hacía lo que fuera para que se fijara en ella sin importar nada; el tiempo que fuera, horas o minutos para ella eran los mejores de su día.
Un día mientras estaba en Internet, Amanda vio la convocatoria para entrar al conservatorio al que siempre había querido ir. Recordó que su maestro era un genio de la música así que acudió a él.