Entonces llegó el día, alzó los ojos y miró el interminable camino que se alzaba frente a ella; no veía el final, solo serpenteaba y se perdía en el horizonte. Pensó que tal vez no podría seguir hasta el final; quizá cuando caminaba de su mano no se percató pero ahora, sola, piensa que es demasiado largo para recorrerlo.
Está atardeciendo, la noche viene acompañada de miedo, la incertidumbre se cierne sobre sus hombros y cae junto con el ocaso; mira sus pies que temblorosos pisan sobre las filosas piedras que le han acompañado lastimando sus pies, que no les es posible sentir dolor, solo las huellas de sangre constatan que caminan heridos.
Posa sus manos sobre su rostro y siente unas tibias lágrimas rodando por sus mejillas, puede sentir el viento frío sobre su piel cortando cual pequeñas navajas; sus rizos se mecen con el viento mientras su desgarrado vestido se agita a voluntad.
Se doblan sus rodillas poco a poco, mira sus palmas sobre el suelo y ve como sus lágrimas mojan la tierra. Ya no hay más, se acabó la energía para luchar contra el viento y aturdir el dolor; es aquí donde termina el accidentado andar que le acompañó durante todo su viaje. Espera que sus compañeros de viaje sigan caminando hombro con hombro, que no desfallezcan y que lleguen al final de sus caminos.
Piensa que se convertirá en polvo y vivirá en el aire; tendrá libertad y volará sin ataduras ni pesares, no importarán el día y la noche, nadie podrá herirla, será parte de todo y parte de nada, andará sin importar el camino.