Un día cualquiera, de trabajo. Alcé mi rostro para ver quién producía tanto ruido en su paso por la entrada. Me di cuenta rápidamente, era alguien que jamás había visto, alguien que no combinaba con el ambiente y que parecía orgulloso de eso. Una especie rara, inocua, que aún, en una jaula de letras y números, parecía sentirse libre. El vaivén de su cabello, su forma de caminar y, su sencillez, despabilaron mi interés. Descubrí que su aparente amabilidad no era la causa. Se trataba de algo inmaterial, incorpóreo, profundo, que en palabras de Saint-Exupéry, es “iinvisible a los ojos”, en lo que he estado muy de acuerdo, es esencial.