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Como ya había comentado antes, Refugio “Cuca”, es la hermana menor de mi cuñado Chago. Junto con su mamá, doña Paula, y sus hermanas mayores, Ángela y Lupe, tenían una fonda donde asistían -daban de comer- a los traileros y demás trabajadores del campo, del ingenio azucarero de Atencingo y de las minas.
Permítaseme hacer un breve paréntesis: en Lagunillas, además del cultivo de caña de azúcar, existen minas de piedra caliza al aire libre, conocidas como “La Cantera”, de donde se extrae esta piedra para la fabricación de yeso, así como algunas cantidades de mármol. En el tiempo de que estoy hablando -y creo que hasta la fecha-, el proceso de extracción de piedra era manual: se utilizaba una “pulseta” -una varilla de acero con puntas de flecha- de tres metros de largo para perforar la roca, a fuerza de brazo. Una vez que ya estaba el barreno listo, se introducía un cartucho compuesto de sulfato de amonio, revuelto con nitrato de amonio, mismos que se conseguían y se utilizaban como abono para los cultivos -previamente preparados con petróleo y puestos a secar al sol-, formado con papel periódico, al que se le introducía una mecha lenta y, al final, dentro del cartucho, un “fulminante” como detonante. Se “atacaba” todo con un palo de madera -proceso que consiste en rellenar con tierra los huecos que quedaban entre el cartucho y la perforación, de manera que quedara bien “apretado”- y sólo asomando un pedacito de mecha.
Después, se avisaba a las personas que se encontraran trabajando cerca, al grito de: “¡cuete, aléjense, cuete!”, y se prendía fuego a la mecha. Todos salían corriendo para ponerse a salvo de la detonación y, una vez efectuada, volvían a ver cómo la roca se había desgarrado en grandes trozos, mismos que, a su vez se seccionaban con cuñas y marros, aprovechando las vetas naturales de la piedra, hasta dejar los pedazos del tamaño que pudieran ser cargados por un hombre.
Estos pedazos se amontonaban en un lugar hasta donde pudieran entrar los camiones junto con sus “macheteros” -hombres que se encargaban de cargar la piedra en los camiones y descargarla al llegar a las fábricas de yeso, mismas que, en su mayoría, se ubicaban en Axochiapan-, quienes acomodaban la piedra en los camiones “rabones” -camiones sin redilas-, contabilizándola en metros cúbicos. Al final de la semana -el sábado, día de “raya”-, era lo que se les pagaba a los trabajadores de estas minas: tantos metros como hubieran hecho.
Pero no siempre salían bien las cosas: en ocasiones, estos explosivos de fabricación casera, no explotaban, lo que obligaba a los mineros, pasando un tiempo perentorio, a acercarse y revisar la falla, teniendo necesidad de sacar el cartucho y reemplazar el fulminante y la mecha. Y vuelta a empezar. Y esto era en el mejor de los casos, pues hubo algunos casos fatales en que, después de haber esperado un tiempo prudente y cuando se creía que ya el explosivo se había “cebado”, o sea, que no había explotado, se acercaban a revisar la falla y era cuando explotaba, causando la muerte del minero. Casos de éstos llegaron a suceder, como cuando murió “El Frijol”, a causa de un accidente de este tipo. Y otros más, de los cuáles ya no me acuerdo.
En los campos de caña de azúcar, también existe gran variedad de trabajadores, principalmente durante el desarrollo de la zafra. Además de los “cortadores”, quienes se encargan de cortar la caña y amontonarla en “luchas” -cada cinco surcos forman una “lucha”-, existen los “cargadores”, quienes manejan una cargadora mecánica, parecida a las “manos de chango” -un tractor con un brazo mecánico y, al final, una tenaza hidráulica-, quienes se encargan de cargar los remolques -plataformas metálicas con estacas de madera a los lados-, los que serán “jalados” por un tractor -cada tractor “jala” cinco de estos remolques-; además, existen los choferes de los tractores y camiones que transportan la caña hasta el ingenio azucarero, situado en Atencingo, a cinco kilómetros de Lagunillas.
Además de todos estos trabajadores, existen los inspectores del ingenio, quienes verifican la calidad de la caña: que contenga la cantidad adecuada de sacarosa, pues, de no ser así, no permiten que se cargue la caña y, menos aún, que se transporte hasta el ingenio, ya que, al no ser recibida, se saturarían las vías de acceso, ya que esa caña se tiene que desechar.
En el ingenio, propiamente dicho, existen muchos trabajadores más: además de los obreros, quienes trabajan por turnos, día y noche, pues el ingenio no se detiene para nada durante la zafra, existen los traileros, encargados de transportar el azúcar hasta los centros de distribución, ubicados en la Ciudad de México, así como los “estibadores”, quienes se encargan de ir “cachando” los bultos de azúcar de 50 kilogramos cada uno, mismos que son transportados en una banda, y acomodarlos en los tráileres.
Estos tráileres transportan también el gabazo de la caña: después de que ésta pasa por los molinos del ingenio, en donde se les extrae el jugo que será convertido en azúcar, queda la fibra seca -el gabazo-, mismo que es empaquetado y prensado en grandes cubos y enviado a las fábricas de papel, donde lo transforman en varios productos.
Toda esta variedad de actividades, constituye una gran fuente de ingresos para la región; de ahí que mucha gente llega a trabajar y se queda a vivir, pues encuentran una amplia gama de oportunidades. Las compañías transportistas son terceros, subcontratados por el ingenio. Estas compañías llegan de diferentes lugares y firman contratos para prestar sus servicios al ingenio. Don Raúl, del que estamos hablando, llegó como encargado de una de estas compañías transportistas. Se encargaba también de pagarles a los traileros, por lo que siempre tenía dinero en efectivo, pues era la única forma de pago que se conocía.
Por esos azares del destino que, a veces resultan incomprensibles, llegó a “asistirse” a la fonda de doña Paula, en Lagunillas, y conoció a Cuca, que en ese entonces tenía como quince años y se encargaba de ayudar a su mamá y a sus hermanas, quienes ya eran casadas. Se encargaba de servir la comida a los clientes. Por ese entonces, don Raúl tendría como cuarenta años y era casado en la Ciudad de México, de donde era originario. Así que conoció a Cuca y empezó a cortejarla. Empezaron a salir a pasear y todos estaban muy contentos, impresionados por la educación, caballerosidad y solvencia de don Raúl. Salían a pasear sólo como amigos.
Hasta que Tino, hermano mayor de Cuca, quien en ese entonces ya era trailero, los vio saliendo de no sé dónde -creo que de un lugar impropio para señoritas decentes,- montó en cólera y le exigió a don Raúl, que se responsabilizara de sus acciones. La cosa fue más o menos, así:
Tomó un machete de los que se usan para el corte de caña y se apersonó con don Raúl, diciéndole:
-Mira, “jijo” de la chingada, ya vi lo que andas haciendo con mi hermana, cabrón. A nosotros no vas a venir a vernos la cara de pendejos. Cuca es menor de edad; así que te exijo que te cases inmediatamente con ella o te rompo la madre, cabrón”-.
Así que, por “la buena”, a don Raúl no le quedó más remedio que acceder a la “atenta” petición de Tino. Como él ya era casado, simularon un casamiento, a fin de acallar las habladurías de la gente del pueblo y salvar el honor de Cuca. Prepararon todo: vestido de novia, fiesta, comida, música de viento. Y se fueron a “casar” a Tlancualpicán, un pueblo situado como a 15 kilómetros de Lagunillas, lugar al que sólo fueron de paseo. Y regresaron ya “casados”.
Cuando yo conocí a este matrimonio, en 1987, tendrían alrededor de cinco años viviendo juntos. Y tenían un niño de tres años: Luis René. Un niño en verdad odioso e insoportable, al que tenía yo que aguantarle sus “juegos”, a los que me invitaba apenas me veía. Consistían en que él tomaba una espada de plástico y con ella me golpeaba lo más fuerte que podía: entre más fuerte fueran esos ataques infantiles, más felices se ponían don Raúl y el niño Luis René. Al único que fastidiaban era a mí, pues tenía que aguantar estoicamente estos “juegos”, so pena de que el niño se pusiera a llorar si no aceptaba. Y eso no complacía a don Raúl. También Cuca se oponía a que “jugáramos” así y trataba de reprender al niño por su brusquedad. Pero siempre se encontraba con la resistencia de su esposo, quien minimizaba el asunto diciendo que se trataba sólo de un niño chiquito.
Así que me regresé a Lagunillas un año. Y empecé a trabajar como secretario en la Presidencia Auxiliar Municipal de Lagunillas. El Presidente Auxiliar era don Adrián, un viejito cuyo único mérito para haber llegado al cargo, es que era carnicero. Dependíamos de Chietla, que es la Cabecera Municipal. Lo mismo hacía citatorios, que guías de traslado para animales. O elaboraba los permisos para la realización de eventos. Todo lo que se hace en un pueblo pequeño. Hasta que, en una ocasión, llegó una señora a poner una demanda contra su cuñado, que, borracho, la había agredido.
Esta señora tendría como veinticinco años. Se llamaba María de los Ángeles Rodríguez Gil, “Marigelo”. Contra quien ponía su queja, era el esposo de su hermana Zita, “La Suavecita”. Así que nos conocimos, empezamos a tratarnos y a salir, como amigos. Nos íbamos a bailar a las fiestas del pueblo y terminando, a cenar, ya sea a los negocios del mismo pueblo, o a su casa. Éramos muy buenos amigos. Hasta que empezamos a intimar, a tener relaciones sexuales, sin irnos a vivir juntos. Pero sucedió que lo que me pagaban como secretario de la presidencia, no era ya suficiente para solventar los nuevos gastos que había adquirido.
Así que, dejé el trabajo de secretario y me uní a la “cuadrilla” de mi cuñado “El Pato”, la cuadrilla de Los Patos, quienes eran “tarelleros” -trabajaban “por tarea”, en lugar de “por día”-, por lo que ganaban “lo que querían” en los cultivos de cebolla. Desde que empecé a obtener ingresos, empecé a aportar dinero a la casa, pues era consciente de la situación que prevalecía y de las carencias a las que diariamente se enfrentaba mi mamá para sobrellevar los gastos de la casa, ya que, como ya mencioné antes, mi papá no aportaba el gasto de manera regular ni permanente.
Como ya mencioné también, en ese año de 1987, los campesinos ganaban $3,000,000.00 al día, por lo que, por seis días de trabajo, de lunes a sábado, ganaban $18,000,000.00; antes de que al peso se le quitaran tres ceros. Pero eso era para los que trabajaban por día. Nosotros, en la cuadrilla de Los Patos, como tarelleros, llegamos a ganar lo doble: $36,000,000.00 a la semana, trabajando de “sol a sol”. Le daba $20,000,000.00 a mi mamá, guardaba $10,000,000.00 y me iba a las cantinas, los sábados, a gastar el resto: cinco o seis millones de pesos. Porque México era un país de “millonarios”.
Todo el trabajo relacionado al cultivo de la cebolla es a “ras de suelo”, ya que la cebolla es una planta de tallos pequeños. Por eso, todo se hace “agachado”: desde la siembra del almácigo, pasando por el riego con regaderas manuales, el posterior trasplante a los surcos donde las plantas se van a desarrollar -proceso que se conoce como “plantada” y que constituye la parte más “pesada”, ya que requiere de precisión de cirujano y paciencia de santo para plantar miles de cebollitas, una cada diez centímetros-, el abonado y “tape de abono” -que debe hacerse a cinco centímetros de la planta, pues, si se pone más lejos, se lo lleva el agua durante el riego y, si se le pone más cerca, se quema la planta-, el desyerbado o “tlamateca”, el “tapado de bola”, que consiste en poner tierra a las cebollas que se encuentren descubiertas -pues, si les pega el sol, se ponen verdes y disminuye su valor-, el fumigado, hasta la cosecha, que se conoce como “moche” y que consiste en arrancar las cebollas, cortarles el rabo y las raíces, seleccionarla por calidades, ya sea de primera (la más grande), de segunda (la mediana) o de tercera (la chiquita) y envasarla en costales conocidos como “arpillas”, acomodándolas “careadas” dentro de estos costales, de manera que den el mejor aspecto posible. Todo esto se hace agachados, por lo que resulta ser un trabajo extenuante y extremadamente pesado; máxime si se hace todo el día, como lo hacíamos nosotros.
Así que, mi vida transcurría todo el día trabajando en el campo. Y en la noche, a cenar, a dormir y a hacer el amor con mi mujer. Pero, con estas “chingas”, yo ya no tenía el mismo ímpetu de hacerlo diez veces al día, como cuando descubrí la masturbación. Fueron cuatro veces al día. Y después, tres. Luego, una. Y había días en los que me quedaba dormido antes de tener sexo. Y es que estaba llegando a un punto de mucho agotamiento. Porque en la cuadrilla de Los Patos, no descansábamos los domingos, sino los lunes. Teníamos el dicho de que, “los lunes, ni las gallinas ponen”. Algunos compañeros lo modificaron, quedando como: “los lunes, ni las putas trabajan.”
De modo que, los sábados, después de rayar, nos íbamos a las cantinas, a embriagarnos. Andábamos tomando toda la noche y, el domingo en la madrugada, nos íbamos a trabajar, sin haber dormido nada. Y tratábamos de “recuperarnos” el lunes. Y, el resto de la semana, igual: a trabajar de sol a sol. Y así, todas las semanas. Y todos los meses. Y empecé a darme cuenta de que había caído en lo que mi hermana había tratado de prevenirme: el círculo vicioso en el que vivía la gente en mi pueblo. Del campo a la cantina.
La cuadrilla de Los Patos era muy prestigiosa, pues sabíamos trabajar. Trabajábamos bien. Y rápido; siempre terminamos a tiempo: en el tiempo prometido, aunque eso implicara trabajar todo el día. Y nunca dejamos un trabajo inconcluso. Nunca hacíamos “marranadas”. Y nuestro nombre era sinónimo de confianza. Por eso, cuando llegábamos a un campo y pedíamos que nos dieran el trabajo y decíamos que éramos la cuadrilla de Los Patos, inmediatamente nos lo daban.
Sin embargo, en las noches me ponía a pensar si eso era lo que realmente quería para el resto de mi vida. Y se lo comenté a María, mi compañera de cama. Ella me dijo que tenía unos amigos en Puerto Vallarta y que podían ayudarnos, si ella se los pedía, a fin de que los dos trabajáramos allá, en un astillero. Pero yo consideré que no era con ella con quien quería pasar el resto de mi vida. Y así se lo dije. Y ella lo entendió. Dijo que estaba bien; que lo entendía y que me fuera a buscar mi destino, pues sabía que yo no era para ella.