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Días tormentosos, Capitulo 1 Parte 2

¿Ya llegamos a la comisaría? ¡Vaya! Me tienes sorprendido, hijo. Parece que te sirvió de algo ir al kínder. O, quizás los cuentos que te contaba tu madre, finalmente te sirvieron de algo. El caso es que, como te venía diciendo, no te creas la gran cosa sólo porque eres de la PEI (Policía Estatal Investigadora) No, muchacho. No nací ayer. Yo recuerdo perfectamente cuando tu madre te llevaba de la mano al kínder, del cual no recuerdo el nombre. Creo que mi sobrinita iba a la misma escuela, si no mal recuerdo. Tú te has de acordar de ella, supongo. A menos que tengas cerebro de teflón, de ésos a los que no se les pega nada. O de chimpancé, lo cual no me extrañaría. ¿Que te respete? Claro, perdona. A veces olvido con quién hablo. Mi memoria ya no es la misma de antes y olvido que estoy hablando con la autoridad. Finalmente, creo que mi memoria de corto plazo ya no es la misma. Olvido con frecuencia lo que antes me resultaba extremadamente fácil de recordar. Creo que es una consecuencia natural de la edad. Y, creo que mi memoria me está pasando la factura. No me compadezcas; tú también vas para allá. Te aseguro que el tiempo pasa inexorablemente y que, aunque Dios perdona, el tiempo no perdona a nadie. Y así, sin apenas darte cuenta, ayer eras un bebé llorón que se cagaba en los calzones y, de pronto, ya eres un viejo achacoso, insoportable y llorón que, a veces, también se caga en los calzones. Así que, ésta es la vida. La vida es así, hijo; no la he inventado yo.

Pero, volviendo a cosas más terrenales y mundanas, te digo que no te preocupes mucho, pues algún día, seguro que estarás muerto. Porque morir no es una posibilidad, hijo; es una precisión matemática. Otra frase para Facebook o para Tu Breve Espacio. Súbela y disfruta de tu gloria pasajera, ahora que puedes. Así que, no te afanes ni te apasiones tanto, porque algún día, estarás muerto. Y, quizás no tengas ni tiempo de arrepentirte de haber dejado de hacer tantas cosas importantes por andar persiguiendo a viejos cascarrabias como yo. Hay un ejercicio que te recomiendo que hagas: consiste en imaginar que te quedan sólo veinticuatro horas de vida. ¿Qué harías en ese tiempo? ¿Te la pasarías persiguiendo a viejos delincuentes como, según tú, soy yo? Pero el ejercicio no termina ahí. Después, imagina que te quedan sólo doce horas de vida. Y después, seis. Luego, tres horas. Y, finalmente, sólo una. Y verás entonces, qué es lo importante en la vida. Y no es andar persiguiendo a hampones de poca monta. Tú estás destinado para otras cosas, créeme, hijo. Cosas grandes. Pero, como ya te había dicho antes, ¿quién soy yo para darte lecciones de vida? Esa es tu responsabilidad. Y no puedes echarla sobre los hombros de nadie; ¡es tu responsabilidad!

¿Ya llegó la cerveza? ¡Qué bien! Te felicito por tener a tan eficientes ayudantes. Hoy en día, es harto difícil encontrar ayudantes eficientes. ¿Serías tan amable de servirme una? Considéralo un favor especial para mí, pues bien podría ser tu padre. Tú también tómate una. Hace bien para el alma. ¿Que no puedes tomar cuando estás de servicio? Bien por ti y por el cuerpo policiaco al que sirves; algún día, la nación te lo recompensará. O, quizás no; pero, ¿qué demonios? Ya te dije que la vida es así. Y, siendo así las cosas, tendré que sacrificarme y tomarme todo el six, yo solo. ¿Puedes meterlas a tu refrigerador, mientras me tomo ésta? No quiero que se calienten, pues ya te dije que después, saben a orines. Y disculpa que te haya hecho escuchar toda esta perorata, pero tenía que hablarte de algo mientras llegábamos. Y ahora, para empezar la historia, necesito refrescarme el gaznate. Y la memoria. ¡Salud, hijo!

Pues, como te venía diciendo, hijo, conocí a esa cabrona de Vanessa, de manera furtiva. En maldita hora se atravesó en mi camino, la muy puta. ¡Está bien!; sólo porque me lo pides tan encarecidamente y porque a esta hora ya debe haber rendido cuentas al diablo, voy a dejar de insultarla. Pero, en verdad: si tú hubieras vivido lo que ella me hizo vivir, también habrías pensado en matarla. De manera que, ten a la mano una caja de pañuelos, porque cuando llegue a esa parte de la historia, te aseguro que estarás llorando a moco tendido. Particularmente, yo pensé en dos formas de matarla. Una, consistía en una muerte rápida, relampagueante, como suele decirse; la otra, consistía en una muerte lenta: la más lenta que puedas imaginarte. Y hasta llegué a planearlas. Pero, advierte que, el mero hecho de planear un delito, no te convierte en delincuente. Si así fuera, ¡cuántos delincuentes habría sueltos por la calle! Te aseguro que, muchos, hijo; ¡muchos!

Yo nací allá por el año de 1942, cuando el presidente de la república era un paisano mío, de Puebla, el General Manuel Ávila Camacho: ¡un fregón para los chingadazos!, según me contaba mi papá. Imagínatelo bajando las escaleras de Palacio Nacional; se encuentra a un oficial del ejército -un teniente, para ser más exacto-, lo saluda, diciéndole algo así como “¡Buenos días, hijo! ¿Cómo va la situación?” “Bien, señor presidente”, contesta el oficial. Y así, sin decir agua va, desenfunda su arma de cargo -una pistola calibre .45”-, y le dispara a boca de jarro. Pero el presidente lleva chaleco antibalas debajo del traje; así que sale ileso. Y es el propio presidente quien desarma y somete al agresor, a punta de madrazos. ¿Ves por qué digo que era un fregón para los chingadazos? Eso me lo contó mi papá, que en ese entonces era teniente, también, y formaba parte de la escolta personal del presidente. También me contó que, a los pocos días de acaecido este hecho, el oficial agresor “intentó escapar” de donde lo tenían preso. Y tuvieron que abatirlo a tiros. No murió ahí, pero falleció poco tiempo después en el hospital al que fue llevado, a causa de una peritonitis aguda, producto de los impactos de bala que recibió durante su frustrada huida. Y ahí dejó de brillar la luz de su existencia, parafraseando a León Tolstói. Se lo cargó patas de cabra, pues, para que me entiendas mejor. Pero, fuera de este hecho, el presidente era todo un caballero. A él debemos la libertad de culto en México. Fue, también él, a quien le tocó vivir y dirigir los destinos del país cuando México se vio obligado a declararle la guerra a Alemania, porque un submarino alemán hundió a un buque petrolero mexicano, el Potrero del Llano, el 13 de mayo de ese año de 1942. Yo, como mucha gente, siempre he albergado mis dudas acerca de quién lo hundió, pues, si no mal recuerdo, esto sucedió frente a las costas de Florida. ¿Qué andaba haciendo un submarino alemán, tan lejos de casa? Pero eso, también es otra historia.

Pues bien, como habrás notado, ya tengo 70 años, hijo. Fue en 1985 cuando conocí a esa harpía. Yo tenía 43 años y ella, 35. En ese entonces, yo era Gerente de Organización y Compensaciones de PEMEX (Petróleos Mexicanos), un puesto que me permitía darme los lujos que quisiera. Así que, mujeres nunca faltaron en mi vida. Podía tener a las que quisiera, cuando quisiera y las veces que pudiera. Aunque te resulte difícil de creer, hijo, en ese entonces, era yo todo un garañón: tenía sexo todos los días con más de una mujer. Y no precisamente separadas, pues tuve la fortuna de estar en la cama con dos mujeres a la vez; pero de eso, también llegará el momento de contártelo. El caso es que, me sobraban mujeres, hijo. Pero creo que no era muy selectivo: me cogía a cuanta mujer se me parara enfrente. Una sola fue la mujer que nunca accedió a mis pretensiones; una mujer que fue el amor de mi vida y de la que, hasta el día de hoy, sigo enamorado. ¡Vamos, quita esa cara de pazguato!; aunque no me creas, el amor verdadero, existe. Pregúntamelo a mí que, hasta el día de hoy, después de tantos años, sigo amando a esa mujer, de la cual no te voy a decir el nombre, pues juré guardar el secreto porque ella era casada. Y porque llegué a la conclusión de que casi nadie se queda con el amor de su vida, pues se trata de un amor para llevarse en el corazón y guardarse en el baúl de los recuerdos, casi como cosa sagrada.

Pero, dejemos ese asunto del amor de mi vida y sigamos con la historia que te prometí contar. Te decía que yo trabajaba en PEMEX y ganaba lo que quería. Ganaba mucho dinero, mismo que gastaba con mis múltiples mujeres; por eso no soy rico, hijo, no por otra cosa. Gasté casi todo mi dinero en mujeres y alcohol. Ésos eran mis vicios. También tenía algunos otros pasatiempos, como leer novelas de terror y misterio, tocar la guitarra, cantar, bailar, caminar con mis cachorritas, escuchar el rock sicodélico de Los Doors, esa banda californiana de locos encabezada por Jimm Morrison: un hombre libre de pensamiento y soñador de nacimiento. Yo también era un gran soñador, por eso digo que tú me recuerdas a mí mismo cuando tenía tu edad. ¿Cuántos años tienes, por cierto? ¿26? ¡Caray!, la misma edad que tenía el amor de mi vida cuando la conocí. ¡Qué pequeño es el mundo y qué coincidencias tiene la vida, hijo!

Pues resulta que, un día de principios de ese año, esa mala mujer fue a verme a mi oficina, solicitando un empleo, pues tenía la carrera de psicología, como ustedes bien saben, señores policías. ¿Así está mejor? Gracias. No era mi responsabilidad entrevistar a los aspirantes, pues para eso estaba el Departamento de Recursos Humanos. Pero ella, que parece que bien planeado lo tenía, solicitó hablar conmigo. Yo le dije a mi asistente, lo mismo que le decía cuando no quería recibir a alguien: “¡mándala a chingar a su madre!” Pero digo que parece que ella lo tenía todo bien planeado porque, cuando nos dimos cuenta, ya estaba parada en la puerta de mi oficina, luciendo una minifalda negra y una sonrisa de oreja a oreja. No; nunca fue bonita. No lo era entonces y tampoco lo fue al final de su vida; lo pude corroborar en el momento que me pediste que reconociera el cadáver. No, te lo repito: nunca fue bonita; es más, empeoró con los años. Pero, ¡qué carajos!, era una mujer, hijo: tenía un coño y representaba la posibilidad de sexo; servía para coger, pues. Porque, has de saber que el sexo es la verdadera fuerza que mueve al mundo, nos guste o no. Así que, la hice pasar, la entrevisté y le recibí su currículum vitae. Ella respondió a todas mis preguntas y, al final, me dijo que estaba impresionada por mi porte masculino, mi inteligencia y mi excelente forma de expresarme. No te rías, porque todo eso era cierto en mí. Yo le agradecí y la despaché, porque estaba bastante ocupado, prometiéndole que la llamaría muy pronto. Pero no lo hice porque, como tengo dicho, ella no me gustaba; más bien, me había parecido fea durante la entrevista. Recuerdo que lo que más me desagradó en ella, fueron sus pestañas postizas corrientes: exageradamente exageradas. Y, además, las contrataciones no eran mi facultad. Así que no era mi pedo.

Sin embargo, después de esa entrevista, ella empezó a buscarme, a perseguirme y a hostigarme: llamaba a mi oficina a todas horas, preguntando por mí. Y, mes y medio después de que fue a verme, el 19 de febrero de ese año de 1985 -recuerdo que era martes-, me encontró “casualmente” en el estacionamiento donde dejaba estacionado mi Ford Mustang último modelo, versión descapotable; el mismo que aún conservo y que ustedes tan bien conocen. La invité a comer y platicamos de temas intrascendentes: pura basura. Y, para no hacerte más largo el cuento, terminamos cogiendo en una cama de motel. Ella, representando falsa modestia y diciendo que eso era algo que nunca había hecho y que no fuera yo a pensar mal. Y yo, quitándole la ropa y metiéndome entre sus piernas flacas de chumbío, ignorando sus “resistencias” y sus razonamientos de que era demasiado pronto para tener sexo. Pero, pese a todo, cogimos. Y no fue nada placentero: fue un acto mecánico y vacío en el que ella fingía estar teniendo orgasmos al por mayor y en el que yo me preguntaba por qué demonios estaba cogiéndomela, si ni siquiera me gustaba. Pero ya había sucedido lo que ella había planeado. Y, a partir de ahí empezó a aparecerse por mi oficina, buscándome y diciéndome que se había enamorado de mí, que sólo pensaba en mí y que quería que volviéramos a repetir la “fabulosa” experiencia. Obvio que todo eso era más falso que un billete de treinta pesos. Yo lo sabía porque ella no me había provocado nada. Y ella lo sabía porque yo tampoco le había hecho sentir nada. Fue sólo una mala obra de teatro representada en un solo acto: el sexual. Pero ya había valido madre porque ya no pude quitármela de encima. Insistía todos los días, a toda hora. Hasta que se me agotaban los argumentos para negarme y no me quedaba más remedio que darle cita. Presentarme y cogérmela en otro acto mecánico, soportando sus quejidos ensayados y sus falsos orgasmos. Y vuelta a empezar. Afortunadamente, esto sólo sucedió en tres ocasiones, en el transcurso de dos meses, pues no pude continuar con la farsa. De modo que, la mandé a chingar a su madre: la corté a la güey. Y fue entonces cuando empezó mi verdadero martirio, pues ella me hizo conocer el infierno, como no me había hecho conocer la gloria. No por nada dice el dicho: “el martes, ni te cases ni te embarques.”

Recuerdo que, en mis inicios en PEMEX, allá por el año de 1965, decía mi jefe inmediato, el ingeniero Benigno (a) “Maligno”: “¡No, cabrón!; una vez que te le montas a una mujer, se te encarama y ya no hay poder humano que te la quite de encima. ¡Sólo matándola, cabrón!”. En ese entonces, yo no lo comprendía; pero después, ¡vaya si lo comprendí, hijo! Yo trataba de cumplir con los preceptos de mi mentor, quien contaba entre sus dichos preferidos, refiriéndose al bello sexo, uno que decía: “ni más de tres veces, ni más de tres meses.” Recibido, entendido y aplicado. Pero, ni así me valió. Esa araña panteonera se me trepó a la espalda y me aguijoneó todo cuanto pudo, con odio y con saña. Según ella, por haberme burlado de su amor. De amor no había nada; ya lo mencioné antes. Lo que había, es que ella se consideraba plata fina, porcelana china o talavera poblana. Y, como tal, quería ser exhibida en el trinchador de mi vida, donde todos pudieran admirarla: quería ser mi esposa. Pero eso era poco más que imposible, porque para mí no era otra cosa que un plato desechable: úsese y tírese. Nadie coloca un plato desechable en un trinchador de lujo. Y yo, tampoco lo hice. Y, siguiendo los mismos preceptos de mi mentor, es que llegué a pensar en matarla para quitármela de encima. Y, lo que es más: llegué a hacer planes.



Colaboración de Octavio Augusto

México
Escríbele

Mensaje al autor. . .

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