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Días tormentosos, Capitulo 1 Parte 3

Vamos, dame otra cerveza, por favor, que se me está resecando el gañote. ¡Ah!, y no olvides la temperatura a la que me gusta tomarla: menos dos grados centígrados. No más, no menos. Muchas gracias. Pues, como te venía diciendo, la mandé a la chingada. Cuando se paraba por mi oficina, le decía a mi asistente -que, por cierto, era una muñequita, excepto por sus pestañas postizas- que le dijera que no estaba. Hasta que, definitivamente, ordené que ya no la dejaran entrar. Y yo creí que ahí había acabado la historia, como tantas otras que había acabado de la misma manera. No necesitas decírmelo, hijo; ya sé que mi comportamiento no era, precisamente, el de un caballero. Pero, ¡¿qué coños?!; así era la vida en 1985. Y yo estaba donde estaba. Y me comportaba como se suponía que debía comportarme. Así era el mundo en el que me tocó vivir, pues; no es que fuera una mala persona; ¿entiendes lo que digo? Y, siguiendo el hilo de esta historia tan singular, un día de mediados del mes de septiembre de ese año -un poco antes del terremoto que devastó a la ciudad de México-, cuando llegué a mi casa a comer, mi esposa me recibió con un sobre en la mano: contenía la evidencia del tercer encuentro que tuve con esa harpía. Fotografías detalladas que no dejaban lugar a dudas: los dos en el ritual del amor. En todas las posiciones que habíamos usado. Y es que, en ese tercer y último encuentro que tuvimos, no fuimos a cualquier motel, sino a uno que ella ya había reservado y “acondicionado” con anterioridad. Dijo que era porque una amiga suya lo había alquilado para un encuentro sorpresa con su esposo, pero que, al final, el esposo tuvo que salir de emergencia. Y que no quería desperdiciar la habitación ya pagada. Parecía demasiado bueno para ser cierto, pero sonaba creíble. Así que, yo le creí y caí en la trampa. Porque ella ya lo había preparado con cámaras ocultas. Y así, obtuvo esas fotos que le había enviado a mi esposa, junto con una carta escrita en lenguaje vulgar: una carta llena de improperios, obscenidades y leperadas que te harían sonrojar y que a mí me harían parecer como un bebé de pecho. Ése fue el verdadero terremoto para mí: una catástrofe que me estropeó la vida, más que el dichoso terremoto de 1985.

En la carta, le “advertía” a mi esposa, la clase de perro con el que estaba casada. Y que debía mandarme a la chingada, pues yo era un pinche “ruquito” culero que no servía ni para coger, pues ella ya lo había comprobado. Con otras muchas lindezas que no estoy dispuesto a repetir, pues, aunque no lo creas, yo sí conozco límites; algo que ella nunca conoció y, menos aún, respetó. También le decía que estaba embarazada de mí y que, en cuanto naciera el bebé, me iba a obligar a reconocerlo y que, si me negaba, me iba a exigir pruebas de ADN. Y que, además, me iba a destruir, a menos que me divorciara y me casara con ella, pues esa era la única forma de que nos dejara en paz. Que, si no hacía yo lo que exigía, iba a destruir mi vida y la de todas las personas que tuvieran alguna relación conmigo: mis hijos, familiares, amigos, compañeros de trabajo, jefes. Y la de todas las mujeres con las que hubiera tenido algo que ver, de lo cual ella ya contaba con pruebas. Y que sabía, también, quiénes de ellas eran casadas. Y que ya sabía quiénes eran los maridos de esas mujeres, varios de los cuales, eran mis cuates. ¿Te imaginas el pedote en el que me metió, la muy hija de la chingada? Mi hijo tenía diecinueve años, y mi nena, apenas catorce. Y ni a ellos respetó, pues cuando, a pesar de sus amenazas, no accedí a sus reclamos, fue a ellos a quienes les mandó las fotos de nuestro último encuentro sexual. ¿Entiendes, ahora, por qué pensé en matarla? Y esto no lo hizo sólo una vez, sino en muchas ocasiones. Hacía una chingadera y esperaba la respuesta. Después de un tiempo, en que yo no respondía y, cuando creíamos que ya había terminado la pesadilla y que ya no era posible que pudiera hacernos más daño, lanzaba otro ataque, más certero y más agresivo que el anterior. Y otro. Y otro. Y otro más. Hablaba a mi casa en cuanto llegaba yo, fuera a la hora que fuera. ¿Cómo demonios lo sabía? No siempre llegaba a la misma hora. Y describía la ropa que llevaba. Y decía dónde había estado y con quién. Y, cuando no tenía nada de qué acusarme, inventaba que había estado con ella, que habíamos hecho el amor, que la había llevado a comer, a tomar un café…o simplemente a pasear. Todo lo que te puedas imaginar que un hombre puede hacer con una mujer, ella decía que nosotros lo hacíamos. Lo hacía por teléfono, hablando en la mañana, al medio día, en la tarde, en la noche. Pero su hora preferida para chingar, era en la madrugada, entre las doce de la noche y las cuatro de la mañana. Día tras día, semana tras semana y mes tras mes, por el transcurso de un año. Estaba dedicada, en cuerpo y alma, a joderme la vida. También escribía interminables cartas amenazadoras, plagadas de improperios y vulgaridades, de su puño y letra y las hacía llegar a mi casa. O se las mandaba a mis amigos, a mis jefes y compañeros; algunas veces, acompañadas de otras tantas fotografías donde mostraba todos los detalles íntimos de lo que habíamos vivido, incluyendo los lugares donde tengo lunares y la forma que tienen. Y, hasta llegó a anexar grabaciones de las conversaciones que habíamos tenido o, algunas veces más, de sus quejidos y palabras poco convencionales cuando estábamos cogiendo. ¡Una puta pesadilla! Las únicas horas que no estaba chingando, eran entre las cuatro y las diez de la mañana, pues creo que a esas horas dormía. Y luego, empezaba otra vez.

¿Crees que sólo esto que te he contado, no es suficiente motivo para querer matarla? Me hizo casi tan famoso como los muchachos de Big Brother. Muchos que se decían mis amigos, al recibir estos materiales, fueron alejándose de mi vida. Algunos, incluso, evitaban encontrarse conmigo. Otros, me retiraron la palabra. Algunos más, les prohibieron a sus esposas, la amistad de la mía. Hubo quienes prohibieron a sus hijos, el trato con los míos. Y ya ni te digo lo que me dolió el llanto y el reproche de mi hija. ¿Cómo explicarle las fotos y las cartas que recibía? ¿Qué podía hacer para recuperar la imagen que tenía de mí, antes de todo este desmadre? Pero, como soy un soñador, siempre he decidido ver una oportunidad en cada reto y en cada problema que he enfrentado a lo largo de mi vida. Y este caso no fue la excepción. Me explico: todo lo que esta maldita lunática hizo, fue separar la paja del grano. Lo digo porque se fueron los que tenían que irse y se quedaron los que tenían que quedarse: mis verdaderos amigos. Aquéllos que no te dan la espalda cuando estás en problemas. Ésos que no son tus amigos sólo en tiempos de bonanza. Aquéllos que no te juzgan y te ofrecen su apoyo incondicional, aun en las peores tormentas: la gente que en verdad me apreciaba. Ésos se quedaron a mi lado y me ayudaron a salir de ese pedo en el que me metí por pendejo, por confiado y por aficionado a las piernas femeninas y a las faldas. Los demás, mis pseudoamigos, apenas el barco empezó a hundirse, me dieron la espalda y se fueron a chingar a su madre. Huyeron como viles ratas. Yo me imaginaba que esa harpía había metido en una bolsa de yute o arpilla, a todas las personas que me conocían o que estaban relacionadas conmigo. Y la sacudió, la sacudió y la sacudió con rabia desmedida. Y fueron cayendo todos los que no tenían el tamaño suficiente para quedarse en mi vida: toda la paja y granos vacíos. Y sólo se quedaron los grandes, los que sí tenían el tamaño suficiente para ser llamados “mis amigos”. Finalmente, y sin que ella lo hubiera pensado así, se encargó de limpiar mi vida y me ayudó a deshacerme de toda la basura.

Pero, aquí no termina la historia. Aún hay más, muchacho, ¡cómo no!; ¡mucho más! Cuando vio que nada de esto me hacía el daño que ella había considerado, empezó a mandar fotos sacadas de no sé dónde demonios, donde mostraba a bebés muertos, tirados en basureros y devorados por ratas o aves de rapiña. O por perros. Ponía en los pies de foto, que se trataba del hijo de ella y mío, mismo que había perdido porque yo la había ido a golpear, por culpa de la persona a quien le estaba enviando dicha foto, aunque ni las conociera. Mandaba este tipo de fotos, a todas las personas que ya te mencioné; personas que tenían alguna relación conmigo, aunque no fueran mis familiares ni mis amigos. Pero, aun así, los acusaba de ser los culpables de esa tragedia. Y, en más de una ocasión, muchos se atrevieron a confrontarme y a recriminarme el hecho de andarlos involucrando en pedos que no eran de su incumbencia. O, incluso, a bronquearme por la poca madre que tenía yo: haber ido a golpear a mi amante y haberla hecho perder a “nuestro bebé”. Obvio que nada de esto era cierto; pero las personas que lo hacían, no lo sabían. Y me veía obligado a dar amplias explicaciones de lo que en realidad había pasado, con lo que tenía que abrirme de capa y enterarlos de mi afición por las mujeres, lo que no siempre me dejaba bien parado; principalmente, cuando se trataba de explicárselo a alguno de mis jefes.

Y luego, mi esposa, hijo, ¡mi esposa! ¡Pobrecita de ella! Hubo noches en que despertaba llorando, sudando y gritando. Esa mala mujer logró penetrar hasta lo más profundo de su psique. Algunas noches soñaba que un bebé estaba tirado en un basurero, indefenso y llorando, mientras un animal carnicero se acercaba. Ella trataba de ayudar al bebé, pero no lograba moverse; una fuerza maligna y superior a sus propias fuerzas, le impedía hacerlo. Y se mantenía anclada a su sitio, mientras el depredador de que se tratara -ratas, principalmente, aunque también hubo lobos y coyotes-, devoraban a la criatura. Otras veces, soñaba que una mujer negra de presencia maligna y cargada de odio, merodeaba la casa, volando e intentando entrar para llevarse secuestrados a nuestros hijos. En otras ocasiones, soñaba que estaba acostada, durmiendo en una casa muy bajita; de pronto, empezaba a filtrarse agua por el techo; ella intentaba tapar las goteras con la mano, pero, a medida que se acercaba a la filtración, el techo se iba retirando, alejándose cada vez más, hasta hacerse inalcanzable. El nivel del agua empezaba a crecer dentro del cubo en que se había convertido la casa; ella se ponía de pie y se daba cuenta de que estaba anclada al piso. El agua seguía subiendo y subiendo hasta que le cubría la cabeza y empezaba a ahogarse. Y otros sueños y pesadillas más, de los cuales ya no me acuerdo. Pero todo esto, sumado a las llamadas que hacía a deshoras de la noche, nos tenía al borde del colapso y tocando las puertas de la locura.

¿Ya te mencioné que, otro de mis pasatiempos favoritos, es escribir? Aunque no lo creas, esa afición me ha proporcionado muchos placeres a lo largo de mi vida. He escrito algunas novelas y ensayos desde mi temprana edad, pero, lo que más he escrito, es poesía. Casi siempre, inspirado en el bello género: las mujeres. Así que, he escrito poesía para todas las mujeres que han formado parte de mi vida, incluyendo a esa víbora venenosa. Recuerdo que empecé a escribir como consecuencia de mi afición por la lectura. Siempre me ha gustado tanto leer, como me han gustado las mujeres; incluso hoy, que ya soy un hombre mayor. Y mi afición por la lectura se originó por la timidez tan extrema que padecí durante mi niñez y mi temprana juventud. Creo que eso fue lo que me convirtió en un nerd. Y, a la larga, fue lo que me orilló a estudiar la carrera de Ingeniería Petroquímica, en el IPN (Instituto Politécnico Nacional), allá por el año de 1960. Elegí esa carrera porque, en ese entonces, no había mujeres que quisieran estudiarla. Creo que les parecía muy difícil. Así que, la mayoría de ellas, elegía carreras cortas o carreras técnicas, como secretaria ejecutiva y otras carreras técnicas afines. Creo que eso las hacía felices. Máxime que, en ese entonces, pensaban que no tenían necesidad de estudiar, pues iban a casarse con un hombre que les iba a proveer todo, con lo cual, nunca tendrían necesidad de trabajar ni de hacerse valer por sí mismas. Sí, hijo; ése era, a grandes rasgos, nuestro México. Y no es que no quisiera tener mujeres cerca de mí, pues ya te he dicho que siempre me han gustado muchísimo. Lo que pasa es que, tenerlas cerca me provocaba terror; pánico desmedido de no ser lo suficientemente interesante para ellas. Miedo cerval era lo que sentía al estar a solas con una mujer. Y por eso me refugiaba en la ciencia; finalmente, a las mujeres no les interesaba nada que tuviera que ver con la ciencia o que sonara como tal. Y ahí voy yo, a meterme a estudiar una ingeniería. Con decirte que, no tuve novia hasta que ya había terminado la carrera. Todo un nerd, pues.

¿Te estoy aburriendo? ¿No?; qué bueno, porque todavía faltan muchas cosas por contar. Seguro que, si yo fuera escritor, esta historia estaría bien contada. Pero, como no lo soy y no hay nadie más que pueda contarla porque nadie más conoce los detalles tan a fondo como yo, te aguantas, hijo. Y tendrás que seguir escuchándome. Así que, hazme un favor: no permitas que se me seque el gaznate; ve sirviéndome las cervezas conforme me las vaya terminando. Hazle como Mary, una meserita de Ciudad Juárez que me atendía en el Club Monterrey, cuando yo vivía allá. Ella nunca permitía que me quedara seco. Y mantenía la barra, perfectamente limpia. Pero, como te venía contando, un día cualquiera, poco después de terminar la carrera, fui a visitar a Remigio, uno de mis pocos amigos del “poli”, tan nerd como yo. Recuerdo muy bien que era un domingo por la mañana. Me invitó a pasar a la sala de su casa y, mientras esperaba a que se alistara y saliera, me puse a husmear en el librero de su mamá. Y que voy encontrando un libro de superación personal que trataba de cómo superar la timidez. ¡Cómo es la vida, hijo!; a veces, sin siquiera proponértelo, te lleva por caminos inusitados y te proporciona la solución a tus problemas, de las maneras más simples . El caso es que, el libro que te menciono se llamaba “El Contacto Personal”, del Dr. Arthur C. Wassmer. En inglés, se editó con el nombre de “Making Contact”. Desde que lo tomé en mis manos, me atrapó; había algo mágico en él. O, tal vez, era sólo mi deseo ferviente de hacer algo para dominar la timidez que me agobiaba y me limitaba para alcanzar mi felicidad; que no me permitía acceder al mundo de las mujeres y disfrutar de sus placeres. Yo tenía mucho amor para dar, pero no tenía a quién dárselo: no tenía depositaria para mi corazón. Sea como sea, me hice del libro, lo estudié con la solemnidad con que se leen las Santas Escrituras, hice todos los ejercicios que recomendaba y… ¡ta-rán!: aquí me tienes, hijo. Un nuevo hombre; un hombre nuevo, seguro y seductor. Sepulté al antiguo nerd y di salida a mi verdadero yo, un hombre sin complejos que ha disfrutado de todos los placeres de la vida, empezando por lo más bello de la creación: las mujeres, hijo; ¡sí, señor! Si me lo permites -siempre que no te ofenda-, me gustaría recomendártelo, hijo. Estoy seguro de que, si lo lees y aplicas lo que dice, vas a poder cogerte a la secretaria bonita que estaba en la entrada; la delgadita de piernas espectaculares que saludaste cuando llegamos. ¡No me mires con esa cara de asombro, hijo!; creo que te conozco y conozco esa mirada que le dedicaste. Tú estás enamorado de ella; lo sé porque puedo verme reflejado en ti, cuando yo era un nerd.

Pero, sigamos con la historia. Te decía que empecé a cortejar a mi esposa, que en ese entonces era una flor en primavera. Empezamos a salir, la conquisté, nos enamoramos y nos casamos. Era el año de 1965. Yo no cabía de felicidad, pues había llegado a pensar que ni el matrimonio ni las mujeres, se habían hecho para mí. Porque en ese entonces, yo no sabía que todos los seres humanos somos lo que creemos que somos. Y que, consciente o inconscientemente, siempre estamos trabajando en el mismo sentido que pensamos. Todo está en la mente, pues. No por nada, Kalimán le decía al pequeño Solín: “el que domina la mente, lo domina todo”. Pero yo no lo sabía, hasta que cayó en mis manos, el libro que te digo. Y cambió mi vida. Pero, como consecuencia de mi cambio de actitud y de mi manera de pensar y de visualizarme, las mujeres empezaron a verme como hombre; ya no sólo como compañero, como “resolvedor” de problemas o como paño de lágrimas, como había sido hasta entonces. Aun así, me mantuve fiel a mi esposa durante casi un sexenio. Pero llegó el momento en que ya no pude resistir más y empecé a tener relaciones extramaritales. Primero, sólo con una. Después, bueno, quizás con dos no sea del todo malo. Y luego, bueno, ¡qué más da!, ya estoy metido en esto: tres amantes creo que estaría bien. Y así, hasta que perdí la cuenta de las mujeres que desfilaron por mi cama. Muchas, hijo. Y con todas fui muy feliz… hasta que me encontré con esa perra malnacida que me hizo ver mi suerte con todas las marranadas que me hizo.

Cuando yo era niño, recuerdo que mi mamá decía que la vida de todo hombre da siete “vueltas”. Y que nadie muere hasta que haya pasado por cada una de ellas. En ese entonces, yo no entendía a qué se refería con eso de las siete vueltas. Pero ahora, viendo las cosas en retrospectiva y con el conocimiento que me han dado los años, creo entender a qué se refería. Vueltas significa cambios. No recuerdo quién era aquel filósofo que dijo que un hombre no es el mismo un día, que otro. Pero, ¡cuánta razón tenía! Ninguna persona es la misma un día que otro, porque está condicionada a las circunstancias que lo rodean: siempre está “condicionada”. Digo esto porque, en ese entonces, yo tenía la firme convicción de serle fiel a mi esposa, cuando la tuviera, hasta la muerte. Y consideraba que mi mamá se equivocaba cuando decía, con amargura, que todos sus hijos hombres iban a ser igual que mi papá: borrachos y mujeriegos. Yo estaba decidido a demostrarle a mi mamá, que conmigo se había equivocado; que yo iba a ser diferente: un hombre de hogar como el que quisieran tener de esposo, todas las mujeres. Me decía a mí mismo: “si alguna mujer me entrega su amor y su vida, yo voy a hacer lo mismo; ¡no voy a fallarle! Nunca le voy a ser infiel porque siempre la voy a amar; mi mamá ya está muy vieja y, por eso mismo, se equivoca en sus predicciones. El hecho de que mi papá sea un mujeriego y un borracho, no quiere decir que yo vaya a comportarme igual”. Decía mi mamá que un hombre no debería casarse hasta que ya hubiera experimentado esas siete vueltas que da la vida; cuando ya fuera capaz de “sentar cabeza” y hacer familia. Porque, si lo hacía antes, iba a enfrentarse a esos cambios, arrastrando entre las patas a su esposa y a su familia. En mi caso, no he sido capaz de identificar todas las vueltas de mi vida, pero he vivido muchas: he sido muy aficionado a las mujeres, me ha gustado el alcohol, he estado en la cama con dos mujeres a la vez… pero creo que estoy llegando a la última. Y, ahora me veo obligado a darle la razón a mi madre: sí fui lo que ella dijo que sería. Y más. 

 



Colaboración de Octavio Augusto

México
Escríbele

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