No sé si los huracanes han sido mis peores enemigos o mis amigos íntimos. Pero, sí sé que han venido a cambiar drásticamente mi vida, como no lo hizo, ni siquiera esa loca maniática. Me refiero, específicamente, al Huracán Agnes, que golpeó tierras mexicanas entrando por la Península de Yucatán, a mediados de junio de 1972, con vientos que superaron los 140 km/h. Trajo como consecuencia, según cifras oficiales, 129 muertes directas y no sé cuántas indirectas; mi esposa fue una de estas últimas. Un día de mediados de ese mes de junio, de cuya fecha exacta no quisiera acordarme, decidimos tomar unos días de vacaciones y me fui con mi familia a Cancún, Q.R. En ese entonces, mi hijo tenía seis años y mi nena, uno; ninguno iba a la escuela. El varoncito había nacido en 1966 y la nena, en 1971. Llegamos, nos instalamos, nadamos en el mar, paseamos por la playa. Todo muy bonito; todo espectacular. Si conoces ese lugar, sabrás de qué hablo, pues es un paraíso. Y, en ese entonces, lo era más todavía, si cabe. Pero mi esposa tenía un noviazgo con el Sol: le gustaba salir a caminar y saludarlo apenas asomaba su cara redonda por el horizonte. Así que, al siguiente día de nuestra llegada, apenas amaneció y, mientras mis hijos y yo permanecíamos aún dormidos, ella salió a efectuar su caminata matutina. Nadie le dijo que no lo podía hacer porque se avecinaba un huracán. ¡Además, había sol! Y, sin considerar el peligro que implicaba el meteoro que te digo, se fue a caminar, sola. Luego, empezó a azotar el huracán y jamás volvimos a saber nada de ella. Desapareció. Cuando pasó el peligro, la buscaron las autoridades por más de quince días, sin obtener resultados. Después, yo seguí la búsqueda con mis propios recursos, por casi otro mes. Y tampoco obtuve resultado alguno. Parecía que se la había tragado el mar o que se la hubiera llevado el Sol. Así que, después de mes y medio de ese evento, suspendí la búsqueda y me regresé a México. Ya sólo éramos tres: mis dos hijos y yo.
Pero, eso no fue lo único que hizo el Huracán Agnes: quitarme a mi esposa. ¡No, señor! A veces, la vida es tan intrincada y utiliza recursos tan insólitos para ir tejiendo las telarañas de nuestras vidas, que resultan harto difíciles de creer. ¿Has oído hablar de la Teoría del Caos? Básicamente, dice que, pequeñas variaciones en las condiciones iniciales, pueden implicar grandes diferencias en el comportamiento futuro. O, lo que es lo mismo, una mariposa no puede aletear sin modificar su entorno. ¿Entiendes lo que digo? Pues, el Huracán Agnes no sólo me quitó a mi esposa, sino que, también, me trajo a mi segunda esposa, la que tú conociste. Deja que te explique, hijo, porque creo que ya te me estás perdiendo. ¿Recuerdas que te dije, al principio de esta historia, que tomaras notas? Pues no estoy “cantinfleando”, ni “quijoteando”, ni “chocheando”. Creo que la vida de la mayoría de las personas, está formada por múltiples eventos que superan a la ficción. Creo que es verdad eso de que, la realidad supera a la ficción. Te decía que eso no fue lo único que hizo el Huracán Agnes. Después de tocar tierras mexicanas, como tengo dicho, siguió su camino hacia el norte, tocando la costa este de los Estados Unidos de América. ¡Y también les rompió la madre, hijo, también! Finalmente, ¿quiénes son ellos para quedar exentos de las fuerzas de la naturaleza? En ese año de 1972, mi segunda esposa, la que tú conociste, tenía catorce años y un novio del que estaba enamorada: Guillermo, de dieciséis años. Pues resulta que, ese noviazgo de adolescentes lo habían iniciado un año antes, en 1971. Y determinaron que él se iba a ir a los Estados Unidos a trabajar para ganar dinero y venir a casarse con ella, en tanto que alcanzaban la mayoría de edad. Así se hizo. Y él se fue a trabajar a una compañía que tenía uno de sus tíos en Pensilvania. Tenían una compañía en Filadelfia, dedicada a la construcción; específicamente, acabados. Y hasta allá fue a pegar el huracán. Y Guillermo desapareció. No se volvió a saber nada de él, pero no murió, porque reapareció trece años después: en 1985. Y también se vio involucrado en las maquinaciones de la loca. Pero, no comas ansias, hijo; en su momento te voy a contar cuál fue su participación en esta historia.
A mi segunda esposa la conocí en 1976, cuando acababa de cumplir dieciocho años. Y yo, treinta y cuatro. Así que, la diferencia de edades era de dieciséis años. Yo llevaba cuatro años viudo. Y ella, cuatro sin novio. Ambos, a causa del mismo motivo: el Huracán Agnes. Te digo que la vida actúa por caminos inusitados y utiliza herramientas inverosímiles para acercar a la gente. Y por eso, coinciden personas que, aparentemente, no tienen ni un punto de coincidencia; personas que no tienen nada en común. Tal era nuestro caso, porque mi esposa llegó a la empresa a prestar su servicio social. Y el Departamento de Recursos Humanos la asignó a mi oficina. Al principio, cuando nos conocimos, ella me trataba con fría indiferencia y no me hablaba de nada que no fueran aspectos laborales: un trato perfectamente profesional. Pero eso fue cambiando a lo largo de los meses en que nos tratamos. La relación se fue transformando, al tiempo que nos hacíamos cómplices; había ido surgiendo un clima de intimidad entre los dos, una amistad excitante que terminó por convertirse en amor. Y terminamos casándonos ese mismo año. Te cuento todo esto porque forma parte de la historia que te estoy describiendo: mi propia historia y la de la muerte de esa harpía.
Si pones atención a lo que se te dice, te habrás dado cuenta de que me he referido a mí mismo como un hombre mayor y no como un viejo. Bueno, sí lo hice, pero sólo al principio. Y era porque estaba encabronado. No con ustedes, que sólo cumplen con su trabajo. Estaba enojado conmigo mismo y con esa perra malnacida porque, después de tantos años y, aún después de muerta, sigue metiéndome en pedos. Y casi se sale con la suya, la muy hija de su rechingada madre: destruir mi vida. Ojalá esté ardiendo en lo más profundo del infierno, la muy desgraciada harpía. Digo todo esto porque, está científicamente comprobado que sólo el 20% de las personas que padecen gordura o “viejura”, son conscientes de eso. El otro 80%, cree que ellos, no. Yo pertenezco a ese otro 80%. Y, por eso mismo, yo no me considero un viejo; sólo un hombre de edad. Y así dejémoslo, hijo. Así que, te pido por favor, que no me llames viejo, porque me vas a hacer llorar; entre más viejo seas, más sentimental te vuelves. Pero, siguiendo con esta historia tan sui géneris -como dirían los sabihondos-, te voy a contar lo que hizo esa maldita hija de “El Malo”. Recuerdo que, cuando vio que nada de lo que hacía, era suficiente para romperme la madre, empezó a maquinar otras triquiñuelas y chingaderas. Empezó a enviar fotos; ahora, de su familia verdadera: de ella con sus dos hijos adolescentes, diciéndoles a todos sus destinatarios, que ésa era la “familia” que habían destruido, al no haber hecho nada para que yo me divorciara y me fuera a vivir con ella. Pero, además, recordarás que te dije que uno de mis pasatiempos favoritos es escribir, y que he escrito para todas las mujeres que han formado parte de mi vida. Sí lo recuerdas, ¿verdad? Bien; no me hagas darle la razón a Darwin.
Pues, resulta que esa maldita piruja, de alguna forma, recabó muchos de los poemas que había yo escrito para el amor de mi vida: la mujer de la que ya te hablé, y de la cual no voy a decir su nombre, ni bajo tortura. No, porque juré guardar el secreto. Y, un secreto es sagrado, hijo. Al menos, para quien se precie de respetar su palabra. Pues, no sé cómo carajos le hizo para dar con esos poemas, en los que sí aparecía su nombre. Y amenazó con enviárselos a su marido, que, por cierto, era mi amigo. ¿Comprendes, ahora, por qué pensé en darle chicharrón? En darle matarile, pues, hijo; ¡sígueme la corriente! Afortunadamente, yo escribía bajo un pseudónimo, por lo que, en todo caso, le habría sido muy difícil demostrar que era yo quien los había escrito. E, igualmente difícil, le habría sido probar que era ella la mujer a quien estaban dedicados esos poemas. Pero, eso le valía madre a la muy puta; con sembrar la semilla de la duda, causar un desmadre y meter en pedos a la gente, creo que se daba por bien servida. Este era el enésimo pedo en el que me metía la hija de su chingada madre. Y, para demostrar que hablaba en serio, los imprimió y fue a tapizar todas las paredes de mi casa, en la propia cara de mi esposa, con esos poemas -más de ciento treinta-. Afortunadamente, no encontró todos, pues, para el tiempo de que te hablo, ya le había escrito casi doscientos cincuenta. Y luego, ¡cómo no!, la infaltable carta. Con una variación a la amenaza: “ese perro que tienes por marido tiene que elegir entre cualesquiera de las dos: ella o yo. O, de lo contrario, voy a hacer público su amorío clandestino con su contadora”. No había tal, pero sí la intención, el coqueteo y los arrumacos. Depresión total de mi esposa, hijo. Ya ni siquiera tenía ganas de llorar, ni de luchar. Le costaba trabajo respirar. Ya ni ganas de bronquearme tenía, pues. ¡Dios Santo! ¡¿Es que nunca iba a terminar esa pesadilla?!
¿Que por qué no me decidí por el amor de mi vida? Hijo: ¡ponme atención, por favor! Ella era casada. Y esa harpía lo sabía. Así que no iba por ahí la cosa. En cuanto yo dijera que me decidía por ella, iba a hacer no sé qué chingaderas a fin de que ella se negara a quedarse conmigo, y yo me quedara como el perro de las dos tortas. Como el perro culero que era yo, según esa loca harpía. Además, yo ya estaba casado nuevamente. Así que, aunque yo estaba dispuesto a echar todo por la borda con tal de quedarme con el amor de mi vida, ella no lo estaba. Ella valoraba mucho lo que había construido: su familia, sus hijos, sus amigos; creo que hasta a su esposo, pues. Ella nunca pudo corresponder a mis requerimientos amorosos porque no era su intención perder todo eso que te estoy diciendo; aunque, estoy seguro de que, alguna vez, logré que sintiera algo por mí. Pero nunca estuvo dispuesta a dejar nada por mí. Ella era una de las contadoras de la empresa. Puedes creerlo o no, pero a lo largo de mi vida, después de que dejé de ser un nerd, muchas mujeres hermosas me habían obsequiado con las mieles de su amor. Bueno, a decir verdad, no habían sido tantas, pero sí lo bastantes como para considerarme afortunado. Pero nunca había conocido a ninguna como ella, con ese delicioso brío al caminar, con ese cabello del color de los atardeceres; una belleza única y excitante que nunca pasaba desapercibida; una mujer deliciosa a la que todos los hombres volteaban a ver y seguían el compás de sus pasos con la mirada. Cuando caminaba por los pasillos de la empresa y les sonreía a los hombres, ellos se sentían como si ya le estuvieran haciendo el amor, hijo. De ese tamaño era la fuerza magnética que ejercía sobre el género masculino; una energía sensual que te envolvía en una nube de deseo y te nublaba la mente. Simplemente, dejabas de pensar con objetividad, quedando a merced de su influencia.
Ella me obsequiaba todos los días con su sonrisa de mil vatios y aprovechábamos cualquier momento a solas para besarnos. Ya ves que yo no soy bajito, pero, aun así, la estatura de ella -un metro setenta y un centímetros- me resultaba rara y vagamente intimidante. Yo disfrutaba inmensamente con sus besos, con la delicadeza de sus labios suaves y húmedos y con el sabor dulce y siempre fresco de su saliva; lo único que me disgustaba era que esos besos se terminaban demasiado rápido. Siempre se esfumaban demasiado pronto; más rápido de lo que yo hubiera querido. A pesar de todo, yo siempre tuve plena confianza en esa relación, aun en esa fase de cortejo. Nos besábamos a menudo, pero no teníamos sexo. No es que fuéramos demasiado jóvenes, pero yo intuía que ella no lo haría hasta que estuviera preparada. Una parte de mi ser se resistía a creer que acabaríamos los dos desnudos en una cama; que terminaría haciendo el amor con esa mujer de ensueño. Me parecía demasiado bonita, demasiado inteligente, demasiado alta, demasiado segura de sí misma; demasiado sensual para entregarse a cualquier hombre. Pero yo no era cualquier hombre, hijo; creo que nunca lo fui. Y, poco a poco, milímetro a milímetro, me fui metiendo en su corazón y en su mente. Sin embargo, cuando parecía que estaba a punto de alcanzar mis sueños, apareció la loca y me echó todo a perder. Probablemente fue por eso que, nunca tuve la oportunidad de ver cómo se quitaba la ropa, de contemplarla desnuda, de acariciar todo su cuerpo, de meterme entre sus piernas, de disfrutar de la suavidad de su sexo aterciopelado. Pero todo eso me hacía demasiado vulnerable a sus encantos. Se me aceleraba el pulso y no sabía descifrar su sonrisa enigmática cada vez que le preguntaba cuándo iba a poder quitarle la ropa y contemplarla sólo en tanga… y ella se daba a desear y no respondía a mi pregunta. Así que, me conformaba con las ocasionales visitas a restaurantes para comer juntos y disfrutar de su compañía, de su conversación y de su risa, mientras contemplaba la perfección de sus blancos dientes y trataba de disimular las terribles erecciones que me provocaba su cercanía. Yo le decía que ella era culpable del priapismo que provocaba todo el día en mí, pero que tenía la cura en sus manos y entre sus piernas. Una medicina que le pedí por mucho tiempo, pero que nunca quiso administrarme. No obstante, la amaba intensamente, hijo. Y eso me hacía sentirme inmensamente afortunado.
Era curioso, hijo. Yo llevaba varios años peleando conmigo mismo, tratando de alcanzar lo imposible: hacerla mía. Honestamente, me habría gustado mandarla al diablo y acabar con ese juego sadomasoquista y perverso; sin embargo, a lo largo de ese tiempo, lo había intentado en ocho ocasiones y no lo había conseguido. En cada una de esas oportunidades había creído que ésa era la despedida definitiva; había ensayado las palabras que iba a decirle cuando la tuviera enfrente y hasta me había regocijado con la cara de sorpresa que pondría ella. Pero, en cuanto la veía, toda esa “voluntad” se derrumbaba y, en segundos, todo quedaba olvidado: las interminables noches sin dormir, pensando en ella; las dilatadas horas de celos cuando la veía sonreír a alguien que no era yo; la soledad de los fines de semana, esperando volver a verla; los conatos de abandonarla, de dejar de amarla. En un abrir y cerrar de ojos, todo eso quedaba en las páginas del recuerdo. No sabía si valía la pena seguir intentándolo, pues hasta ese momento, mis esfuerzos habían resultado tan estériles como descorazonadores; pero uno no escoge de quién enamorarse. E, influido por mis viejas creencias, luché por conseguir alguna pista que me condujera a la llave que abría su corazón. Deseaba que el desenlace de esa pasión pudiera materializarse en el maravilloso hecho de que ella terminara enamorada con la misma intensidad que yo y que se me entregara por completo en una cama. Ni qué decir tiene que consumí decenas de horas escribiendo poemas para ella; desde los más nimios e inverosímiles, hasta los más atrevidos, sensuales, eróticos y poco convencionales. Hice que las letras hablaran por mi corazón, pero me estrellé una y otra vez con la dureza de su corazón de diamante. Aquella lucha parecía no tener ningún sentido, pues ni poemas, ni flores ni chocolates, habían logrado moverla. En algunas ocasiones había logrado arrancarle alguna frase, alguna promesa que me indicaba que estaba muy, muy, muy cerca de alcanzar mis deseos. Y soñaba constantemente cómo sería penetrarla, tan íntima y tan profundamente como mi retorcida mente me lo dictaba. Pero, todas esas maquinaciones habían resultado inútiles. Recuerdo que hubo momentos en que llegué a tomar el camino correcto; momentos en que tuve acceso a algo más que sus besos: ocasiones en las que pude saborear la dulzura de sus pechos y sentir la dureza de sus nalgas, prescindiendo de los detalles caballerosos y olvidando los buenos modales. Pero habían sido contados; apenas, los necesarios para acrecentar mis deseos de poseerla en la intimidad.