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Días tormentosos capitulo 1 parte 5

Así que, luchando por desenmarañar el corazón y las intenciones de mi amada, consideraba un sinfín de hipótesis, mismas que rechazaba casi de inmediato. Conociendo un poco su hermética forma de ser, era más que dudoso que ella se definiera con un sí o un no. Ella jugaba con mis sentimientos y se hacía desear. Ése era el problema y por eso sus respuestas eran tan impredecibles y tan difíciles. Bien podría tratarse de una escultura de piedra o de una bella pintura: una hermosa obra de arte que puedes contemplar, pero que sería egoísta quererla para ti solo. ¿Terminaría así la historia de nuestro amor prohibido? Todo parecía indicar que no; que aún quedaba mucho camino por andar y mucho que profundizar en su mente y en su corazón. O por desandar, según se le quisiera ver. O, ¿era sólo mi deseo ardiente de seguir conociendo nuevos detalles de su intimidad? Durante un tiempo, muy a mi pesar, viví con una sensación de rabia; casi de frustración. Me sentía incapaz de desplegar nuevamente mis fuerzas para intentar un nuevo combate. Y, poco faltó para que, sin haberlo intentado siquiera, olvidara ahí mismo y para siempre ese desafío estéril y enfermizo que a veces amenazaba con convertirse en afrenta. Pero está visto que cada ser humano viene a este mundo con una o varias misiones de las que nada ni nadie puede apartarlo; ni siquiera él mismo. Y mi destino era, evidentemente, amarla sin medida, aunque eso me resultara un tremendo lío de sentimientos: un lío del que no quería salir.

 

El caso es que, ese sentimiento derrotista fue temporal. Esa fuerza interna que vive en mí, se encargó de disipar mis recelos iniciales, arrastrándome hacia lo inevitable: volver a intentarlo una vez más. Sentía que era mi destino. Sin embargo, desde el principio hubo algo que me tenía trastornado. Y es que ella era la más bonita de toda la oficina. Cuando los hombres la veían ir y venir por los pasillos y ella les sonreía, se sentían como si ya estuvieran haciéndole el amor. Y eso era lo que me tenía trastornado y receloso. Pero ella siempre tenía para mí, una sonrisa o un gesto especial; una palabra o un roce de sus manos, que no tenía para nadie más. Y eso, aunque no estuviera dispuesto a aceptarlo delante de nadie, me gustaba tanto y lo consideraba casi como si ya estuviera acostándome con ella: como si ya estuviéramos disfrutando de unas deliciosas relaciones sexuales. Todo eso me resultaba irreal e irracional. Pero la gente no es racional; yo mismo no era racional. Y mi mundo me resultaba surrealista y vacío sin ella. Pero, esa lucha que se desarrollaba en mi interior, esa oscilación de sentimientos -la pelea entre querer dejar de amarla y el no poder hacerlo-, me trajo como consecuencia, un cansancio total. Me sentía conmocionado; el encadenamiento de deseos frustrados, amén de las mil peticiones de amor que le hice a lo largo de mucho tiempo, no me llevó a nada palpable y terminó por pasarme la factura. Me había afanado tenazmente en hacerla mía, pero todo había sido inútil. Y ya no encontré nuevos senderos por los cuales seguir, además de que estaba cansado para abrir otros nuevos o para buscar nuevas posibilidades. Algo había aprendido en aquella caótica aventura: no siempre se puede obtener todo lo que se desea. A veces, puedes cometer la insensatez de enamorarte de alguna mujer ajena, pero es tu corazón quien te indica cuándo se trata de un espejismo. Y también te indica cuándo es momento de retirarte y salvar tu dignidad. Descubrir ese truco es parte del juego. Es como descubrir cuándo los deseos no guardan relación con la razón. Es cuando te das cuenta de que no puedes engañarte a ti mismo y que es mejor dejar que surja tu espíritu analítico. Sin embargo, creo que ése no era yo; yo era el señor “¿no sería bueno volver a intentarlo?; ella vale cualquier esfuerzo”. Porque, hacer el amor con esa mujer de ensueño, justificaba todo lo que había tenido que pasar; sólo la vista divina de sus nalgas, lo justificaba plenamente. Además, ella era deliciosa, una mujer divina; era el amor de mi vida. Y, por si fuera poco, estaba convencido de que nunca dejaría de amarla.

 

Sin embargo, lo mío fue caminar por el desierto, deseando llegar al oasis que calmaría mi sed por poseerla; mis ganas por hacerla mía. Nunca llegué a ese ansiado oasis y nunca supe qué tan cerca estuve. A veces, cuando creía que ya había llegado, comprobaba con amargura que se trataba sólo de un espejismo y que ese fresco palmeral se encontraba a la misma distancia que antes. Volvía a caminar, pero, a medida que lo hacía, el oasis se iba alejando; entre más rápido avanzaba, más rápido se alejaba. Y ese fue mi peregrinar por el desierto, persiguiendo una quimera, un espejismo inalcanzable. Hasta que me cansé y la dejé ir, hijo; renuncié para salvar mi dignidad, que, aunque no se había extinguido, sí estaba bastante deteriorada. Porque cuando dejas ir tu pasado, algo bueno te sucede.

 

Perdona si divagué mucho con mis ensoñaciones del pasado, y deja que te siga contando, hijo. Siguiendo con la historia y, sin que yo me enterara, la loca citó a mi esposa en un lugar solitario, con la promesa de que, si iba, ya no haría público mi romance con mi contadora. Y, si no lo hacía, lo haría público. Mi esposa me amaba demasiado, de modo que, sin decirme nada -pues esa era la condición- y sin medir el peligro, acudió a la cita, un sábado por la mañana. La loca se presentó en compañía de dos pelafustanes, igual de delincuentes y drogadictos que ella. En cuanto mi esposa llegó, la loca le mostró todo lo que había logrado recabar a lo largo de sus pesquisas e intromisiones en mi vida privada. Y le dijo que era una pobre pendeja, por seguir a mi lado y por defenderme, cuando yo era un perro que no merecía el amor de ninguna mujer. Y que la prueba estaba ahí, pues, aun sin mostrarle nada, ella podía demostrar con hechos, lo que decía; esto es, para empezar ¿dónde estaba yo para defenderla? En segundo lugar ¿acaso no demostraba ese solo hecho, que a mí me valía madre su seguridad, al haberla expuesto, dejando que fuera sola a esa cita, donde bien podía ser agredida? Pero mi esposa no era manca ni fue cobarde nunca, hijo. Así que, lejos de amedrentarse, le destruyó el dispositivo en el que llevaba todas sus pruebas. Y la muy estúpida loca no había hecho respaldos, de modo que, de golpe y sopetón, perdió todo lo que tenía para amenazarme: fue como si hubiera estado apuntándome con un “arma” en un cuarto oscuro y, de pronto, alguien hubiera encendido la luz y me hubiera dado cuenta de que el arma con la que me había estado amenazando, no era otra cosa que su dedo. Sin embargo, al ver lo que mi esposa había hecho, los delincuentes que acompañaban a la loca, la emprendieron a golpes y navajazos contra ella. Y huyeron, dejándola malherida. Y, otra vez, hasta el hospital fue a dar, pues no era la primera vez que sucedía.

Así es, hijo; aunque se te pongan los pelos de punta como a mí, ésa no era la primera vez que la loca agredía a mi esposa, por sí o por interpósita persona. Ya en dos ocasiones anteriores lo había hecho. Deja, pues, que te siga contando. Y sírveme otra cerveza, por favor, porque la historia todavía está en pañales. ¡Aah! Gracias, hijo, gracias nuevamente; tú sí que eres una buena persona. Pues, como te venía diciendo, por eso y muchas cosas más, es que mi esposa era animalista. Y yo, también. Nunca supimos de ningún animalito que agrediera por placer. Pero esta maldita harpía hija de “El Malo”, sí que disfrutaba rompiéndole la madre a los demás. De modo, pues, que ésa no era la primera vez que la loca agredía físicamente a mi esposa. Cuando vio que ninguna de sus hijeces de la chingada ni de las mamadas que nos hacía, lograban nada de lo que ella quería, se hizo acompañar de esos dos delincuentes de poca monta, sacados de no sé qué cárcel, con quienes mantenía relaciones sexuales grupales -eso lo supe después-, a fin de darle impulso a su maldad. Te juro, hijo, que nunca había conocido a nadie con una mente tan retorcida como la de ella. En la casa, además de los perros que mi esposa rescataba, se encontraban las mascotas de las niñas, pues, en ese año de 1985 de que te estoy hablando, ya habían nacido nuestras dos nenas. La primera de ellas nació en 1977 y, la segunda, en 1981. De modo que, en ese año, tenían ocho y cuatro años. Y tenían sus mascotas: una cachorrita de raza labrador y una schnauzer. Además de los otros perros que teníamos en hogar temporal. Pues, esta maldita hija del demonio, fue una noche -o envió a uno de sus cómplices- y envenenó a todos. Les dio de comer no sé qué y amanecieron muertos todos. Supimos que fue ella por su infaltable carta, burlándose y diciendo que la culpa era mía, por no haber accedido a sus pretensiones. Y ya ni te digo lo que sufrieron mis nenas. La cachorrita labrador, todavía amaneció viva, pero ya no pudimos hacer nada por ella. Todavía trataba de acariciar con la lengua a mis nenas, pero ya la vida se le escapaba. ¿Entiendes por qué llegué a odiarla tanto? En su carta y, en sus acostumbrados términos vulgares, la loca me culpaba a mí de la “sangre derramada” de esos inocentes animalitos. Recuerdo que cargamos todos los cadáveres en mi carro -no recuerdo exactamente cuántos eran- y los llevamos al incinerador municipal. Después de haber entregado a los animales muertos, mi carro tenía una llanta ponchada. Inmediatamente pensé que era ella quien había mandado a alguien a poncharme la llanta. O, tal vez, fuera ella misma quien lo hizo. ¿Te das cuenta del grado de paranoia al que estábamos llegando? Casi llegamos a creer que todos nuestros males, eran por causa y acción de esa cabrona. Que se descompuso la lavadora: ¡la loca! Que el horno se averió: ¡la loca lo hackeó! Que el refrigerador ya no enfría: ¡la loca lo descompuso! Y cosas por el estilo, hijo. Después de que todo hubo pasado, llegamos a reírnos mucho de todo esto y a tomarlo a chiste. Pero, en el momento en que sucedieron las cosas, te aseguro que no fue nada chistoso. Nada de lo que pudiéramos haber hecho guasa.

Pero, la historia no termina ahí, hijo. ¡No, cabrón! No había pasado ni una semana de esto, cuando la loca esperó a mi esposa cuando llevó a las niñas a la escuela. Iba en compañía de sus dos secuaces matones y drogadictos. La subieron a su camioneta, por la fuerza, la ultrajaron entre los dos desgraciados malandrines y la loca la apuñaló en el cuello, en un brazo y en el estómago. Y luego huyeron y la dejaron abandonada, no sin antes advertirle que eso se iba a repetir mientras ella no me dejara. Y hasta el hospital fue a parar mi esposa. Y otra carta, cargada de odio, majaderías y malas expresiones, al puro estilo de ella. Quizás, un bote de Pato Purific le habría ayudado para desinfectarse el hocico, dado el lenguaje tan vulgar y soez que usaba. No entiendo cómo se atrevía a besar a su madre con esa misma boca. Después, cuando mi esposa apenas estaba recuperándose, mandó a otro malandrín, un mozalbete imberbe y tarado igual que ella, con un perro que tenía: un bull terrier. Lo anduvo paseando por toda la colonia donde vivíamos, hasta que vio salir a mi esposa. Se acercó a ella y azuzó al perro para que la atacara. Y el perro la atacó: le destrozó una mano. Y de vuelta al hospital. Y luego, ¿qué crees que siguió? La carta. Sí, hijo, la infaltable carta. Burlona, desafiante, vulgar, soez; llena de maldad y de odio. ¿Ya te cansó esta historia de hospitales y de cartas? Te aseguro que, a mí también me cansó, hijo; a mí también.

Al parecer, esa malnacida hija del infierno poseía una fuente inagotable de maldad, mala leche, hijeces de la chingada, triquiñuelas, hijoputeces, marranadas y demás chingaderas para joder al prójimo. A veces, nos dejaba descansar alrededor de un mes. Y, cuando creíamos que ya se la había cargado la chingada y que ya estaría tragando tierra, tres metros bajo la superficie, volvía a aparecer con una nueva marranada. En una ocasión, llamó a mi esposa y le dijo: “¡no cuelgues!; quiero que escuches cómo tu marido me hace el amor.” Y, dejando el teléfono descolgado, empezó a coger con alguien. El tipo con el que estaba intentaba hablar -según me contó mi esposa-, pero ella trataba de impedírselo con sus besos. Porque lo que ella quería, era hacerle creer a mi esposa, que el susodicho amante, era yo. Sin embargo, esa triquiñuela resultó más patética que humillante, ya que mi esposa alcanzó a oír lo que el tipo le decía. Y no era yo. Ella conocía hasta mi forma de respirar. En otra ocasión, hizo pasar a alguien por mí. Lo llevó y lo presentó con su familia como si fuera yo. Con mi nombre completo, apellidos, empleo y domicilio. Y “pedí su mano”. Se estableció fecha de boda y empezaron todos los preparativos. Y yo, sin saber nada. Hasta que una señora se presentó en mi casa, ostentándose como su tía. Preguntaba por el novio de su sobrina porque quería preguntarle su opinión acerca de uno de los preparativos. Y fue recibida por mi esposa. ¿Te imaginas el golpe psicológico que recibió? Fuel el acabose, hijo. Esa vez, casi me lincha; ya ni te cuento lo que me dijo cuando llegué en la noche, pero baste con que sepas que esa fue una de las poquísimas veces que la vi realmente enojada. Otra de las chingaderas que hacía a menudo, era mandarle cartas a mi esposa -con el estilo vulgar que ya mencioné-, diciéndole que yo la había llevado a un lugar seguro para librarla de “su maldad”. Que en ese lugar nos veíamos y que yo sólo estaba buscando la forma de divorciarme, pues era a ella a quien amaba. Como te decía, hijo: una fuente inagotable de maldad. Por eso te digo que nunca había conocido a nadie con una mente tan maquiavélicamente retorcida.

Pero, como todo tiene su final, llegó el momento de pasar de la pasividad, a la actividad. No podía seguir viendo inactivamente cómo me destruía y destruía a las personas a las que amaba o estaban relacionadas conmigo. Desde el principio de esta pesadilla, hubo algo que me intrigó: ella no tenía un empleo remunerado; por eso es que fue a verme a mi oficina: ella necesitaba un empleo. O, ¿es que no lo necesitaba? Fuera de la forma que fuera, ¿cuál era su fuente de financiamiento? Para hacer todo lo que hacía, no podía hacerlo sola; por fuerza necesitaba ayuda. Y dinero. ¿De dónde lo obtenía? Recuerdo que se lo pregunté en una ocasión, por teléfono. “No es asunto de tu incumbencia”, me contestó. Llegué a pensar que se prostituía para hacerse de dinero. Pero, luego me decía a mí mismo, que eso no era posible, pues era demasiado fea. Y tampoco era una jovencita. Yo nunca supe dónde vivía. Y, ¡qué bueno que así fue, hijo! De verdad, ¡qué bueno!, porque si lo hubiera sabido, creo que no habría resistido las ganas de ir y matarla ahí mismo. Recordarás que te mencioné que planeé matarla. Porque así fue. Incluso, fui a buscarla a la colonia donde vivía. Eso sí lo sabía porque, cuando nos veíamos, la recogía en una tienda OXXO que estaba en esa colonia. Pero nunca había ido a su casa. Esa vez la fui a buscar porque mi intención era atropellarla con mi carro: una tonelada de muerte metálica. Primero pensé en esperarla cerca de la tienda que te digo, pues ella me había dicho que ahí compraba lo que necesitaba. Así que, por fuerza, tenía que llegar alguna vez. En cuanto la viera aparecer, aceleraría a fondo con el motor de ocho cilindros en su máxima potencia. Y la atropellaría, pasando sobre ella. Recuerdo que, hasta llegué a imaginar el crujido de sus huesos al ser aplastada por mi carro, convertido en un bólido. Incluso, llegué a visualizar su cara de terror cuando viera que se le iba encima el carro. Y se paralizaría de miedo, sin poder moverse, mientras, inexorablemente, el carro ganaba terreno, hasta embestirla con todo su peso. Y que muriera de manera relampagueante. Pero, después me decía a mí mismo, que ésa era una muerte muy noble y rápida para ella. Tendría que ser una muerte lenta y dolorosa. Una muerte con la que alcanzara a pagar un poco del mal que me había causado -aunque fuera en parte- la muy cabrona.

 



Colaboración de Octavio Augusto

México
Escríbele

Mensaje al autor. . .

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