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Días tormentosos capitulo 1 parte 6

Así que, abandoné esa idea. Y empecé a pensar en buscarla, secuestrarla y llevarla hasta mi oficina, metida en la cajuela de mi carro. La llevaría a mi privado y la metería debajo de mi cama. La mantendría atada y amordazada, hasta que se muriera de hambre y de sed. Y, cuando ya estuviera moribunda, levantaría las losetas, cavaría un hoyo en la noche, cuando ya todos los empleados se hubieran ido y la enterraría ahí mismo. Después, compraría materiales de construcción y haría las reparaciones que fueran necesarias; eso era algo que sí sabía hacer, pues fui ayudante de albañil en mi niñez. O la metería al drenaje. Y, nunca nadie volvería a saber nada de ella. Sólo necesitaba encontrarla y agarrarla, a la muy perra. Sí; esa idea me gustaba más. Máxime, que no sería yo quien la matara. El hambre y la sed lo harían, por lo que, en estricto sentido, yo no sería culpable de su muerte. Y podría dormir tranquilo. De modo que, mandé a buscar a un antiguo compañero de la preparatoria que me debía algunos favores: Hugo. Él había sido el más desmadroso de la escuela. Y el más temido, pues se trataba de un “cholo” que vivía en una de las colonias más pesadas de la ciudad. No le temblaba la mano para nada. Creo que, matar era algo muy natural para él. En ese tiempo, manejaba un taxi que yo le había financiado, pues él, a duras penas terminó la preparatoria. Y por eso estaba agradecido y en deuda conmigo. Sí; él era el tipo indicado para secuestrarla. Así que, ni siquiera lo tendría que hacer yo.

Llegó y le planteé la situación de manera muy superficial; primero tenía que saber qué terreno pisaba. Y no me dio buena espina. Al momento de estar hablando con él, caí en la cuenta de que iba a “salir de Guatemala, para entrar en Guatepeor”- aquí, déjame hacer un paréntesis para disculparme con nuestros hermanos guatemaltecos: este es un dicho mexicano que no tiene nada que ver con el país vecino; es sólo para ejemplificar que nunca se puede estar tan mal, que no se pueda estar peor-. Me iba a colocar en manos de ese malandrín, quien, al saber mi secreto, iba a poder chantajearme cuanto quisiera. Y me iba a vender caro su silencio. Todo esto lo pensé al momento de estarle planteando la situación. Estaba desesperado, pero llegué a la conclusión de que podía llegar a estarlo, todavía más. Así que, abandoné esa idea, le agradecí su visita y lo despaché sin siquiera haberlo enterado de toda la situación. Tendría que hacerlo yo, si quería conservar el secreto, pues, el secreto de dos, ya no es secreto. Y creo que, el cielo se apiadó de mí, porque fue por ese tiempo que mi esposa me comunicó que había reaparecido su antiguo novio, Guillermo, de quien yo sabía que había existido y que se había perdido en Estados Unidos, a causa del huracán de 1972, del que ya te hablé. De alguna forma, había obtenido nuestro número telefónico y le había hablado para “invitarle un café” y contarle todo lo que había pasado durante esos trece años en que ni su madre supo nada de él. Y que quería recuperarla y casarse con ella, como lo habían planeado en su temprana juventud. Que la seguía amando y que se había enterado por una amiga de ella, que no era feliz con su actual situación porque vivía con un viejo cabrón que no la amaba y no la respetaba, pues ni siquiera estaban casados. Que él sí iba a darle su lugar y que, además, iba a reconocer a sus dos niñas. Y que, con él, jamás iba a faltarle nada. Con muchas otras lindas promesas, de las que mi esposa me informó.

Así que, atando cabos, llegué a la conclusión de que esa “amiga” que había mencionado, no podía ser otra que la maldita loca maniática; ella, al estar hurgando en nuestras vidas y vigilándonos, era más que probable que había localizado al antiguo novio de mi esposa, pues él también la estaba buscando. Se había hecho pasar por amiga de ella y, de alguna forma, se había ganado su confianza y se había enterado de cuáles eran sus intenciones. Y se había ofrecido a “ayudarle” a conseguir su objetivo, quizás haciéndole creer que lo hacía por el bien de su “amiga”, pues no estaba bien que viviera con un anciano “vetarrito”. Y, ahí estaba la respuesta a la pregunta de cuál era su fuente de financiamiento. De modo que, volví a llamar a mi amigo el taxista, Hugo. Seguro que, con eso sí iba a poder ayudarme. Éste, ni tardo ni perezoso, nuevamente llegó a mi oficina. Y le dije lo que sabía, sin entrar en muchos detalles: que el antiguo novio de mi esposa había reaparecido y que estaba molestándola, haciéndole llamadas a mi casa. “¡No te preocupes, carnalito! Dime quién es y dalo por muerto. O, cuando menos, le voy a poner una madriza al muy cabrón, que nunca más va a tener necesidad de coger. Lo voy a capar, al muy hijo de la chingada, a ver si así deja de molestar a las mujeres casadas.” Esa fue su respuesta.

Pero esa no era la idea. Le dije que no había necesidad de ser tan drásticos y que yo sólo necesitaba hablar con él. Pero que no sabía exactamente dónde vivía, pues sólo sabía cuál era su colonia, de acuerdo a lo que me había dicho mi esposa. Y por eso necesitaba de su ayuda: se trataba de localizarlo y llevarlo a mi oficina para que yo hablara con él, sin que fuera a lastimarlo; cuando menos, no sin antes saber sus verdaderas intenciones. Así se lo planteé y le prometí que, en caso necesario, se lo haría saber para que pudiera llevar a cabo todo eso que se le había ocurrido. Antes de una semana, ya lo había localizado, lo había “invitado” a acompañarlo y me lo había llevado hasta mi oficina. Yo lo recibí y, sin darle tiempo de nada, le pregunté por qué estaba financiando a la loca. Y no me había equivocado. Me dijo que mi esposa había sido el amor de su vida en su temprana juventud y que seguía siéndolo. Que se tuvo que ir a trabajar a Estados Unidos para ganar dinero y había sido víctima del huracán del que ya te hablé. Dijo que, por la situación, había permanecido desaparecido un tiempo y que, luego, fue acusado de un crimen que no cometió, pero que todas las pruebas que la policía encontró, lo incriminaban a él, por lo que, siendo indocumentado y, menor de edad, lo habían recluido en una cárcel correccional de menores, de donde fue trasladado a un penal federal, apenas cumplió la mayoría de edad.

Y que, al carecer de una defensa sólida, tuvo que cumplir con la condena que le impusieron. Que todo esto le había impedido comunicarse con su familia y con su novia, pues estaba demasiado avergonzado para hacerlo. No me dijo exactamente de qué se trataba el crimen de que fue acusado, pero no era algo que me interesara mucho. No era para eso que lo había hecho traer a mi presencia. También me dijo que, apenas llegado a México, lo primero que hizo fue buscar a su antigua novia para saber qué había sido de ella y recuperarla. Y que, en ese ínter, se encontró con una de sus amigas, quien le “informó” todo lo que necesitaba saber y se ofreció a ayudarle, a cambio de que él solventara sus gastos. Todo, por el bien de su “amiga”. A mí me pareció un tipo duro pero sincero; un hombre que no parecía asustado. Más bien, parecía indignado. Me dijo que, a él, la vida le valía madre y que no temía “romperse la madre” con nadie ni se “culeaba” ante nada. Pero que era un hombre respetuoso y que, si había accedido ayudar a “La Zanahoria” -así le decía porque, en ese entonces, la loca tenía el cabello rojo: muy al estilo de Chucky, el muñeco diabólico- era porque ella le había informado que nuestra relación no era seria y que yo no la respetaba. Que él ignoraba que estábamos casados, como yo se lo estaba diciendo. Y que él le había puesto como condiciones, que jamás la lastimara y que, toda la información que lograra obtener, se la entregara a él, quien decidiría qué hacer con ella. Y que había rechazado la propuesta que le hizo la loca: que me enviara cartas diciéndome que mi esposa y él habían regresado, que habían revivido su romance y que se veían a escondidas y a mis espaldas. Dijo que eso le había parecido demasiado bajo y ruin.

Yo aproveché la oportunidad para acusarlo de ser culpable de todo lo que mi esposa había sufrido a causa de las acciones perpetradas por esa loca y todas las agresiones de que había sido víctima; todo eso era culpa de él, pues todo había sido posible, gracias a que él estaba financiándola. También le hice ver que esa loca lo había usado para materializar su venganza personal contra mí, por haberla mandado a chingar a su madre. Y le demandé que se alejara de mi familia y que dejara de financiar a la loca. Me dijo que él ignoraba todo lo que la loca había hecho y que él jamás permitiría que alguien lastimara a mi esposa, pues él también la amaba, por lo que quería verla feliz, aunque no fuera con él. Y que eso no era lo que había convenido con “La Zanahoria”. Me pidió disculpas por todo lo que nos había hecho pasar y me encargó que yo me dedicara a hacer feliz a mi esposa, mientras él se encargaba de la loca zanahoria. Me dijo que él era respetuoso del matrimonio y que prefería, mil veces, alejarse de su antigua novia, siempre que eso la hiciera feliz. Que prometía desaparecer de nuestras vidas, pero que, antes, iba a hacerle pagar a la loca, todo cuanto nos había hecho. Sin embargo, también dijo que, en caso de que yo estuviera tratando de engañarlo con fines personales y de que nada de lo que le estaba diciendo fuera cierto, yo me las iba a ver con él, pues no estaba dispuesto a que alguien, quienquiera que fuera, le quisiera “ver la cara de pendejo”. Honestamente, yo no temía enfrentarme con un hombre, quienquiera que fuera; pero nada de lo que yo le había dicho era mentira. Antes de irse, dijo que, si comprobaba que lo que yo le había dicho era verdad, iba a amarrar a la loca y la iba a arrastrar con un caballo. Nunca supe si cumplió su amenaza, pero yo no volví a saber nada de él ni de ella. Al menos, eso sí lo cumplió; desapareció de nuestras vidas al igual que había desaparecido con el huracán: sin dejar rastro.

Cuando le platiqué a mi esposa lo que había sucedido, me dijo que él era capaz de eso y más, pues era un hombre de carácter violento. Que, aun y cuando eran adolescentes, las veces que lo acompañó a un rancho que tenía su familia, donde criaban caballos de carreras, él trataba de manera muy ruda a los trabajadores; incluso, de manera cruel. De modo, pues, que, una vez localizada y cortada su fuente de financiamiento, no volvimos a saber nada de la loca, hasta ahora, veintiséis años después. Y empezó otra etapa en nuestras vidas. Una etapa mucho más placentera que la que te estoy contando.



Colaboración de Octavio Augusto

México
Escríbele

Mensaje al autor. . .

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