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Retrato de una tal Muerte

Ella caminaba arrastrando sus pesares y cadenas. Una vez más se paseaba sin poder conciliar el sueño y con el cielo lejos de sus ojos.
Ella era un sueño, uno de esos con molde de predicción y destino.
 
Sus pasos adormilados oscilaban al ritmo de un reloj de campanilla llevándola fuera del pórtico de su morada. Un paso para dejarse arropar por la noche, otro para dejarse acariciar por las penas.
 
Una vez fuera, fue ennegrecida por la oscuridad, susurros con olor a vaho y sabor a humus azotaban sus oídos mientras suplicios y silencios sangrantes reclamaban con ternura su presencia.
 
Fuera, sentada en la escalinata de su pórtico, su simplificada belleza dejaba ondear sin premura su larga y espesa cabellera al son del aliento de la fría noche, mientras diminutos cuervos se anidaban en su cabello trenzando una corona alrededor de su cabeza. Sus finas, delgadas y cortantes extremidades se enredaban en posición fetal a excepción de su brazo derecho que sostenía un cigarro llevado a boca cada 10 segundos.

Extravagante cigarro aquel que pude observar yo, autor de este extraño soneto, cuando decidí entregarme a los brazos de ella, la más fría y dulce mujer. El cigarro era negro y delgado, como otros tantos, la extrañeza estaba en el destellante humo blanco con sonido visceral que se desprendía de aquel por corto tiempo, volviendo en segundos a aquella cautivadora dama. 
 
Sus ojos eran de una homónima belleza, ¡homónima, no homogénea!, pues eran en apariencia iguales pero cada cual traducía y reflejaba significados distintos entre sí. Amados ojos grandes, como dos estrellas apagadas con memoria de luz, eran los ojos de me anhelada compañera. Y su boca, su boca era una alameda de insultos y plegarias que dejando en mí un frio efervescente que no tuve más remedio que desear que ella me sobreviniera.
 
Y ahora, ahora he de cesar, he de callar en la descripción pues de mi objeto de deseo no he podido ver más a causa de que con cada detalle que podía observar, sin aliento en sentido literal había de quedar.
 
¿Y qué observaba ella? ¿Qué robaba su atención? Me preguntaba a mi ardiente ser, flameado por la belleza pacifica de sus ojos. 
 
Ella, como muchas otras veces contemplé mi jardín, como en tantas noches de desvelo entregué mi mirada a aquellos 194 árboles en los plantados, uno por cada continente. ¿Había columpios nuevos? Lancé aquella pregunta a modo de observación. ¿Pero a quién se lo decía si estaba sola? 

Cada columpio que pende de mis arboles representa una vida, no conozco sus nombres ni interés alguno representa aquello para mi memoria, lo único especial que recuerdo es que no puedo cortar adrede el nudo que los ata a ellos. Sin embargo puedo mecerme en ellos cada tanto que se me permite. 

En una de esas mecidas alguien cede, o yo o él; la ganancia para mí está cuando puedo mecerme durante largas horas hasta lograr que las cuerdas de tanto llorar y mecer se suelten del árbol y así, con autoridad, pueda yo reclamar la vida que en aquel hermoso columpio de cedro con decorado de flores, se halla atada.
 
Ella, dura es la ley, dura soy yo, dura es la muerte o somos las dos. ¿Acaso no somos la misma? ¿Pero qué digo? Alea jacta est (la suerte está echada). Hoy debo mecerme en uno que tan solo tiene 20 años de pender y por darle muerte y ser muerte, he de tener penas y llantos ajenos, por muerte no habrá nunca luz en mis ojos, ni amor en mis cantos. 

Sin embargo, he de agradecer a quien sea que se lo deba, pues por muerte tengo silencio y eterna existencia. ¡Sí señores! Eterna existencia, porque irónicamente existo aunque solo lo haga para acabar con la palabra ser y dejar en boca de parientes y amados la doliente y odiosa palabra era. ¡Existo, respiro! Juegas conmigo, me seduces, te seduzco; es el juego de la eternidad, es un maldito o bendito juego que depende de quién eras antes de.
 
¡Válgame Dios! Qué cansado es ser la muerte, pero qué placentero es este deseo de mecerme y arrebatar vidas en compensación de lo que se me ha negado, sin amnistía alguna que me la pueda conceder.
 
El, necesito verla de cerca, me es necesario tocarla, jugar con su cabello, desmantelar su sombra, pero cuanto más la deseo mi aliento se acaba. Aun así quiero beberla, quiero beber de su copa y sustraer el agua de su seca garganta, quiero la oscuridad de sus noches y el olvido de sus ojos.
 
Ya no está sentada en el pórtico, ahora se mece en un columpio pendiente de un hermoso árbol de cedro. El aire se me acaba, necesito acercarme a ella, suficientes han sido ya mis 20 años, quiero tenerla y descansar. Estoy cerca pero nunca será mía y ahora, en mi último aliento, sé que jamás tendré la paz de sus ojos.
 



Colaboración de Ces

Colombia
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Mensaje al autor. . .

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