Era curioso. Ya llevaba varios años peleando consigo mismo, tratando de alcanzar lo imposible: hacerla suya. Honestamente, le habría gustado mandarla al diablo y acabar con ese juego sadomasoquista y perverso; sin embargo, a lo largo de ese tiempo lo había intentado en ocho ocasiones y no lo había conseguido. En cada una de esas oportunidades había creído que ésa era la despedida definitiva; había ensayado las palabras que iba a decirle cuando la tuviera enfrente y hasta se había regocijado con la cara de sorpresa que pondría ella. Pero en cuanto la veía, toda esa “voluntad” se derrumbaba y, en segundos, todo quedaba olvidado: las interminables noches sin dormir, pensando en ella; las dilatadas horas de celos cuando la veía sonreír a alguien que no era él; la soledad de los fines de semana, esperando volver a verla; los conatos de abandonarla, de dejar de amarla. En un abrir y cerrar de ojos, todo quedaba en las páginas del recuerdo.
No sabía si valía la pena seguir intentándolo, pues hasta el momento, sus esfuerzos habían resultado tan estériles como descorazonadores. Durante todo ese tiempo, no hizo otra cosa que cortejarla, pero ahora, con la ventaja que da la retrospectiva, comprendió que había incurrido en el error de enamorarse, cuando lo que debía haber hecho era buscar sólo sexo. Influido por sus viejas creencias, luchó por conseguir alguna pista que lo condujera a la llave que abría su corazón. Deseaba que el desenlace de esa pasión pudiera materializarse en el maravilloso hecho de que ella terminara enamorada con la misma intensidad que él y que se entregara por completo en una cama. Ni qué decir tiene que consumió decenas de horas escribiendo poemas para ella, desde los más nimios e inverosímiles, hasta los más atrevidos, sensuales, eróticos y poco convencionales. Hizo que las letras hablaran por su corazón, pero se estrelló una y otra vez con su resistencia de roca.
Aquella lucha no tenía ningún sentido, pues ni poemas, ni flores ni chocolates habían logrado moverla. En algunas ocasiones había logrado arrancarle alguna frase, alguna promesa que le indicaba que estaba muy, muy, muy cerca de alcanzar sus deseos. Y soñaba constantemente cómo sería penetrarla, tan íntima y tan profundamente como su retorcida mente se lo dictaba. Pero todas esas maquinaciones habían resultado inútiles. La solución no era por ese camino, pero tardó mucho tiempo en comprenderlo. Recordaba que hubo momentos en que llegó a tomar el camino correcto; momentos en que tuvo acceso a algo más que sus besos: ocasiones en las que pudo saborear la dulzura de sus pechos y sentir la dureza de sus nalgas, prescindiendo de los detalles caballerosos y olvidando los buenos modales. Pero habían sido contados; apenas los necesarios para acrecentar sus deseos de poseerla en la intimidad.
Pujando por desenmarañar el corazón y las intenciones de su amada, consideraba un sinfín de hipótesis, mismas que rechazaba casi de inmediato. Conociendo un poco su hermética forma de ser, era más que dudoso que ella se definiera con un sí o un no. Ella jugaba con sus sentimientos y se hacía desear. Ése era el problema y por eso sus respuestas eran tan impredecibles y tan difíciles. Bien podría tratarse de una escultura de piedra o de una bella pintura: una hermosa obra de arte que puedes contemplar, pero que sería egoísta quererla para ti solo.