Una mañana en la que los rayos del sol le ponían fin a esa mirada que tocaba mis ojos con los suyos, a esa sonrisa que plasmaba amor en el corazón indefenso delante de ella, que le ponían fin a sus besos, aquellos me quitaban el aire de vida y me estrujaban el alma hasta derramar una lágrima de felicidad; invisible a los ojos de los hombres, pero que empapaban mi corazón de un amor ficticio. En resumen, rayos del sol que le ponían fin a su onírica presencia y a mi inconsciente felicidad, felicidad que, evidentemente, era sólo un sueño.
Esa mañana las lágrimas de sus besos colmaron mi corazón y exteriorizaron mi gran amor por ella. Una mañana cualquiera, en la que, caminando por las grises calles y entonando una canción entre labios, encontraba su nombre entre letras alternadas de unos carteles maltrechos en una agitada ciudad trujillana. Una mañana en la que la veía nuevamente en aquellos lugares en los que algún día estuvo conmigo, aquellos lugares en los que yo la besaba y ella a mí no.
Llegaba ya la tarde, aquella tarde llena de ilusiones vacías en la que era imposible dejar de pensar en un maravilloso futuro, sintiendo que un doloroso pasado atormentaba este inestable presente. Aquella tarde, que no fue una tarde cualquiera. Aquella tarde que auguraba el final de un amor sin principio o quizá el inicio de un olvido eterno.
Aquella tarde que, tempranamente, se alejaba escondiéndose tras un sol enrojecido de tristeza; el mismo sol que me despertó en la mañana, el mismo que le puso fin a mis sueños y que, a la vez, dio inicio al último día de mi monótona vida; el mismo sol que se arrepentía de haberme despertado aquella mañana y que se iba con una conciencia de culpa, como si supiese el desenlace de mi vida al llegar la noche.
Catorce de febrero, día del amor. Esa noche, sin embargo, pensaba yo: ¿Y qué del día del desamor? De existir ese día de seguro llevaría mi nombre.
Esperaba una vez más esa señal imaginaria que marcara mi destino ya marcado. Esperaba unas gotas de lluvia en el balcón que representen lágrimas de tristeza, pero no llovía fuera de mí. Esperaba ver una estrella fugaz que represente la estrepitosa confluencia de sentimientos y emociones hacia ella, pero no pude ver esa estrella.
Buscaba, como siempre, un motivo de melancolía, buscaba una razón para estar triste, más no encontraba nada, ni siquiera a ella. Era una noche muy tranquila, o más bien sigilosa antes de darme un último zarpazo.
Aquella noche... ¡Sí!, aquella noche que es hoy; noche que, sin terminar, ya olvidé para olvidar con ella todos mis sentimientos y emociones, alegrías y tristezas, risas y llanto que viví en un castillo de cristal.
Aquella noche en la que entendí que nunca sería mía, que fui un niño vestido de hombre para ella. No sé si mañana recuerde estas líneas, no sé si recuerde que la amo; lo que sí sé es que escribí mis últimos versos... bajo la luz de una noche sin luna.
Colaboración de
Yasser
México